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jueves, 10 de noviembre de 2022
6493 - Cipe Lincovsky - 2000 - Travesia-La Guitarra Testigo De Cinco Siglos (ED. AQUA)
6491 - The Beatles - 1973 - 1967-1970 (El Album Azul) (2010 Stereo Remaster)
Revolver
Después de cuatro años de trabajo sobre las grabaciones originales, finalmente salieron las versiones remasterizadas de los discos de los Beatles. ¿Se escuchan mejor? ¿Es cierto que es como haberlos escuchado hasta ahora a través de un vidrio? ¿Revelan detalles, arreglos y sonidos que se perdían?
Después de la monumental campaña de prensa que fue su lanzamiento (en 1987, su edición en formato digital le dio un empujón millonario a la emergente industria del CD, y hoy vuelve a llenar las arcas de una industria en contracción), Radar se sentó a escucharlos. Estas son las respuestas.
POR RODRIGO FRESAN
Los Beatles son la infancia. Me explico: los Beatles no son sólo mi infancia y la de tantos otros (nací en 1963 y puedo afirmar que su música fue el colorido soundtrack de los primeros y decisivos años de mi vida y sigue resonando, aquí y allá y en todas partes, como si el tiempo no pasara) sino que, además, son la infancia en sí misma.
La infancia que no pasa y que se renueva una y otra vez y uno se la pasa escribiendo sobre los Beatles como alguna vez escribió sobre esa vaca fundamental y eterna y amiga que no deja de darnos carne y leche.
UNO
La carrera de los Beatles —tantos discos y tantas canciones registradas en poco más de siete años de estudio y estudios— tuvieron y tienen y mantendrán por siempre esa inequívoca voracidad infantil: el impulso de pasar al frente para gritar, las ganas de comerse el mundo, de digerirlo, de cambiarlo para siempre como quien parte una manzana verde en dos mitades y procede a masticarla sonriendo.
El vértigo de su trayectoria, su recta y eufórica conquista del planeta, la melancólica alegría que demuestran —incluso, en ese medley final de Abbey Road, cuando las cosas ya estaban torcidas y se impuso el inevitable deseo de empezar a jugar solos, a otras cosas o con otros compañeritos— se me hace inseparable de la época en que todo parece sonar como nunca sonó ni volverá a sonar.
Y lo más asombroso de todo: los Beates - que fueron la juventud en sincro con ellos para la generación de mi padres, que creció y envejece y comienza a morir con ellos- siguen siendo la infancia de los míos. Y siempre me extrañó que, entre tanta recopilación y Anthology a ninguno de ellos se les haya ocurrido proponer un All Togetber Now: The Beatles Sing for Children y meter allí tracks como “Ob-La-Di,Ob-La-Da”, “Cry Baby Cry”, “Yellow Sumarine”, “Maxwell’s Silver Hammer”, “The Continuing Story Bungalow Bill”, “Drive My Car”, “For the Benefit of Mr. Kite”, “Octopuss Garden”, “Blackbird”, “Piggies”, “Mother Natures Son", “Penny Lane”, “Birthday”, “Good Day Sunshine”, “Here Comes the Sun”, “Hello, Goodbye”, “Good Morning Good Morning” o “Good Night”.
Los Beales —a diferencia de Bob Dylan y de los Rolling Stones— no se arrugan. Los Beades, en cambio, son siempre jóvenes. Los Beatles se “acabaron” para no dejar de ser alrededor de sus treinta años luego de una década de actividad profesional y ahí siguen estando. Y quienes se añejan hoy son, apenas, un señor llamado Paul McCartney (quien ahora resuena como el más inventivo y melodioso bajista de todos los tiempos) y otro llamado Ringo Starr (cuyos redobles en “Strawbery Fields Forever”, su entrada en “A Day in the Life” y su único y breve y perfecto solo en el arranque de “The End” bastan y sobran para caer de rodillas frente a su batería). Y, al otro lado pero por siempre aquí, la voz de navaja derritiéndose del surrealista ácido John Lennon y la sombría calidez del místico George Harrison quien, cuando una vez le preguntaron “¿Cómo es ser un Beatle?” respondió: “¿Cómo es no ser un Beatle?”.
Los Beatles son como Peter Pan y nosotros somos el retrato de Dorian Gray de los Beatles.
Y, aun así, mientras nos vamos deshaciendo, seguimos disfrutándolos como chicos.
DOS
Y puede argumentarse un mayor peso poético y una personalidad mucho más interesante en la figura del ya mencionado Dylan. O una mayor habilidad poética y una flema satírica y un mundo más personal en la obra de Ray Davies y The Kinks. Pero los Beatles tienen una intensidad sónica que jamás tuvo ninguno de ellos (a no olvidarlo: los Beades contaron y sumaron con un tal George Martin, algo así como un Alfred con superpoderes) y una vocación por el experimento y la metamorfosis jamás superada ni igualada.
Los Beades —para bien o para mal- patentaron la desde entonces casi obligada compulsión pop de transformarse sin cesar, de no quedarse quietos, de ver más allá. Alcanza, hoy, arrastrados por esta nueva marea revisionista, con observar en fotografías o filmaciones el constante y desenfrenado cambio en sus modales y looks. O volver a maravillarse con Rubber Souly Revolver y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, que ofrecen la versión definitiva del pop que se hacía entonces a cargo de cuatro músicos encajando las piezas de un rompe/arrasacabezas perfecto rematando con esa cumbre apocalíptica del presente que es “A Day in the Life”. O encandilarse con la blancura de The Beatles, que muy bien 10 puede entenderse y decodificarse como manual de todo lo que vendría incluyendo punk, heavy-rock, folk-pastoral, new wave, grunge, alt-country, indie, vanguardismo snob y, seguro, la tendencia de moda que se impondrá en el 2010, sin por eso privarse de parodiar cálida pero afiladamente a varios de sus colegas y —I´ve got biisters ín my earsl— cómo grita ahora “Helter Skelter”. O escuchar las primarias y primales “She Loves You” o “I Want to Hold Your Hand” y comprender que son el equivalente a esas pinturas rupestres en las paredes de Altamira en las que alguien como Picasso supo ver el núcleo irreducible de la inmortalidad, de lo que no pasa ni pasará jamás de moda, de lo clásico coexistiendo con lo moderno y anulando la idea que tenemos del tiempo.
TRES
No conforme con todo ello —ya lo dije muchas veces— los Beatles inventaron, también, el hecho de separarse luego de subirse a tocar a los techos de Londres (intenten elaborar una lista de videoclips con bandas tocando en techos —de Amaral a U2— y comprenderán que les faltará tiempo para incluirlas a todas). AMicky a Keith, pupilos destinados a repetir de grado y a la repetición perpetua de una o dos gracias, no les quedó otra que conformarse con -como esos matrimonios que ya no pueden verse pero temen ai que dirán y a quedarse sin recursos- inventar el recurso de seguir juntos para siempre.
Y ahora —luego de recopilaciones en rojo y azul, grabaciones live, documentales, descubrimientos arqueológicos de demos y variaciones, breves reuniones con fantasma incluido, reposiciones ton honores de sus películas, colección de singles triunfales, clonación desnuda pero ya corregida y retocada de Letlt Be, espectáculo circense y hasta video-game interactivo— llega una nueva resurrección. Beatles For Sale! Remasterizados. Limpios. Refulgentes. Cósmicos. Todos juntos ahora dentro de una caja que —nada es casual— recuerda a ese monolito de 2001: A Space Odissey al que le rinden culto hombres prehistóricos y astronautas futuristas. Aquí está: el sonido del sonido del que ya habíamos tenido un avance con el relanzamiento de Yellow Submarine y el estreno de Love.
Me gustó lo que escribió y describió al respecto el especialista Diego Manrique: “El equivalente a entrar en una habitación particular en la que unos profesionales hubieran movido levemente los muebles y sacado brillo a la decoración”. Y así es.
Una sensación rara. Como un feliz y desconcertante mareo. Como una caricia con modales de bofetada (o viceversa). Como un deja vu con retoques de lo tanta veces experimentado (y hasta hay momentos de ligera irritación porque se siente que nos están metiendo el dedo en el tímpano de nuestra memoria; la misma perturbación de ver por primera vez la Capilla Sixtina restaurada con sus colores como alguna vez fueron) pero que mantiene, inmaculado, su genio central e inamovible.
De aquí a unos años, seguro, habrá otra mutación con la excusa de una nueva tecnología. Lo leeremos mañana en las noticias, oh boy. La posibilidad de que los Beatles estén en el aire y ya no se los oiga sino que se los respire y llenen nuestros pulmones. O los Beades como una droga inyectable que correrá directamente hasta nuestro corazón y cerebro.
Quién sabe, qué importa.
Aquí y ahora, esta nueva invasión de los Fab Four los convertirá, dicen, en los artistas más vendidos en lo que va del tercer milenio. Y, a cuatro décadas de “The End”, en los mejores maestros de tantos “nuevos beades” (que van de la nobleza y sofisticación de Crowded Flouse a la torpe vulgaridad de ese espejismo llamado Oasis) y, en el momento de sacar promedios y comunicar calificaciones, en los mejores alumnos de sí mismos. Alfa y Omega y estaciones intermedias y tomorrow always knows.
Y me acuerdo de aquella pregunta que le hicieron a John Lennon -“-Cuándo volverán a juntarse los Beatles?”— y de la respuesta que dio Lennon: “El día que tú vuelvas a la escuela”.
Bueno, ahora volvemos otra vez.
Ahora —a través del universo, en nuestra vida- vuelven los que nunca se fueron.
Creen en el ayer, sí.
Pero el futuro íes pertenece.
La historia de la humanidad en 14 discos
POR MARCELO FIGUERAS
La palabra singularidad está de moda. Penrose y Hawking la utilizan para explicar un fenómeno que representa una excepción al campo gravitacional. Vernor Vinge llama “singularidad” al momento del futuro que sobrevendrá una vez que desarrollemos una máquina superinteligente. Robín Hanson sostiene que, a lo largo de la historia, la humanidad protagonizó muchas “singularidades” que entrañaron saltos cualitativos y cuantitativos (la Revolución Industrial, sin ir más lejos).
La remasterización de la música de los Beades constituye una mini-singularidad: las cifras indican que, por sí sola y en escasos días, le concedió a la moribunda industria discográfica un salto cuantitativo, metiendo cinco álbumes en el Top Ten y vendiendo casi un millón de ejemplares. En sí mismos, ni los Box- Sets ni los discos individuales necesitan más justificación que la que exhiben: cualquier excusa para volver a escuchar esa música es buena en sí misma (por cara que nos cueste). Pero lo que la tecnología y la remezcla conceden al oyente no es una gracia menor.
Al resetear la vieja música, dotándola de la sonoridad que nos habituamos a registrar desde la invención de la tecnología digital, los Beades quedaron en pie de igualdad con el resto de los artistas que grabaron desde los ‘70 hasta hoy. Y una vez puestos en la misma línea de largada, lo primero que salta al oído es hasta qué punto siguen estando a años luz de todo lo demás, dicho esto con cariño y respeto por otros artistas. No deberían ni siquiera tomarse el trabajo de sentir ofensa: con una “singularidad” es imposible competir, y eso es lo que fueron los Beatles, y lo que siguen siendo: un salto cualitativo tan inesperado, y tan irrepetible, que la ciencia sólo puede explicarlo una vez consumado. (La que suele explicar este tipo de cosas con más naturalidad es, por cierto, la religión.)
La escucha cronológica de los álbumes, de Please Please Me a Abbey Road con el intercalado de Past Masters, equivale a la posibilidad de observar la evolución desde el homo sapiens hasta Bill Gates en el lapso de unas pocas horas: no existe forma de contemplar el principio y conjeturar lo que habrá de ocurrir, lo insólito del camino que se tomará y las alturas que conquistará en su vuelo. En la retrospectiva parece fácil oír algunas de las canciones primitivas y concluir que tanto Lennon como McCartney todavía estaban en vías de convertirse en buenos compositores. Pero no hay forma de escuchar “Little Child” y conjeturar que en el futuro de esos artistas — un futuro que ya existía, si hay que creer en la noción del tiempo difundida por el bueno de Einstein - ocurriría algo como “Strawberry Fields Forever”.
Lo que va de un punto a otro es inefable. Podemos, sí, desmenuzar cada elemento de lo preexistente: en qué track y en qué dosis hay elementos de rhythm & blues, del cancionero de music hall, de bolero, de flamenco, de folk y de raga, dónde hay armonías eólicas y arreglos de jazz, dónde melodías que hubiesen conminado a Mozart a devorarse la peluca. Lo que no se puede anticipar ni siquiera hoy es la mentalidad de la combinatoria, la progresión a que daría lugar, y en consecuencia la creación de algo completamente nuevo (tanto, que para llegar a fruición tuvo que generar a pasos agigantados una tecnología que por entonces no existía).
En esa alquimia ladina entre lo viejo —la vastísima tradición que estos muchachos se cargaron sobre los hombros, incluyendo la que ellos mismos desarrollaron a velocidad lumínica durante aquella década— y lo que todavía estaba por venir sin que nadie lo viese venir, hay una experiencia del tiempo que pone a prueba los limites de lo humano. Pero esto es algo que deberían estudiar los científicos. Ya llegará aquel que probará la existencia de universos múltiples con “A Day in the Life” por todo teorema. Por el momento, el común de los mortales nos contentamos con experimentar esta música que, a la manera del perseguidor cortazariano, mañana estará todavía mejor compuesta e interpretada que hoy; una belleza que ya está grabada de manera indeleble en nuestro cuerpo, y aun así sigue conmoviéndonos porque todavía hoy es, de la manera más inexplicable, inesperada.
Algún día la tecnología evolucionará al punto de que una cámara nos enseñará el Big Bang, o sea la Primera Singularidad, en vivo y en directo. (Todavía podemos ver sus resabios, cada vez que nuestros televisores se quedan sin imagen y nos muestran una lluvia gris.) Pero, por el momento, no tenemos posibilidad de experimentar nada análogo a esa maravilla, salvo atendiendo a Shakespeare, contemplando la pintura One: Number 31, 1950 de Jackson Pollock o rindiéndonos a la música de los Beatles.
TOCA CON ELLOS
La frutilla sobre la torta de este 9-9-9 es de lo que menos se habla: el videojuego The Beatles: Rock Band. Producido por la misma empresa que empezó con Guitar Hero y luego subió la apuesta con Rock Band (juegos que ya facturaron nada menos que 3 mil millones de dólares), el juego de los Beatles tiene la aprobación de los cuatro mandamases de Apple: Yoko Ono por Lennon, Olivia Harrison por George y Paul y Ringo. “
Cuando empezamos con Los Beatles el rock and roll era una música menor, una fase pasajera, y ahora es reverenciada como una forma de arte. Lo mismo sucedió con las historietas. Vi tantas cosas no consideradas arte convertidas en uno, que nunca menospreciaría un videojuego”, declaró McCartney a la revista del New York Times. Así como la primera edición de Los Beatles en compact fue considerada como la confirmación del éxito del formato allá por 1987, veintidós años más tarde este nuevo lanzamiento parece darle la despedida.
Pero si el compact está cantando sus hurras, atención con el videojuego, porque -como señala Paul- puede ser el comienzo de algo. El primero en ver el potencial de un juego dedicado a las canciones de Los Beatles, según el artículo firmado por Daniel Radish, fue Dhani Harrison, el hijo de George, jugando al Guitar Hero. Cuando la casualidad lo puso cerca de Van Toffler, uno de los ejecutivos de MTV -que acababa de comprar Harmonix, la empresa creadora del juego, por 175 millones-, Dhani le dijo que deberían hacer un juego con más instrumentos. Así fue como Van Toffler to puso en contacto con Alex Rigopoulos, que ya estaba trabajando en Rock Band.
Cuando le propusieron trabajar en la música del juego -que viene con 45 temas y al que, a diferencia del Rock Band original, no se le podrán agregar canciones por separado sino álbumes completos (los tres primeros anunciados son Rubber Soul, Sgt. Pepper’s y Abbey Road),- Gilíes Martin, el hijo del legendario productor del grupo, asegura que se preguntó si realmente quería hacer un juego de los Beatles para guitarras de plástico. Lo que lo convenció, cuenta, es cómo la gente se compromete con el juego. “Es lo más parecido que he visto a la forma en que antes escuchábamos los discos. Algo que los chicos no hacen más, porque hay otras cosas que compiten por su atención”. Según McCartney, imitar a sus artistas preferidos “fue como empezamos”. Y subraya que, más allá de los formatos -vinilo, cassettes, compacts y downloads-, la base está en la canción. “Así que no hay ninguna diferencia”, dice. ¿Y el futuro? “En diez años vos vas a poder ser Paul McCartney, con una cobertura holográfica en tu muñeca. Y yo sólo voy a ser el tipo que estaba en los discos originales.”
La discoteca de Babel
POR DIEGO FISCHERMAN
Los hombres inventan dioses extraños. Algunos, como el de los judíos, se complacen en permitirles cualquier cosa a sus enemigos mientras castigan con furia a sus fieles ante las faltas más insignificantes. Muchos prometen la vida eterna, sin demasiado poder de convicción, si se juzga a partir de los llantos de los creyentes durante las ceremonias fúnebres. Y a prácticamente todos, empezando por el bueno de Zeus y siguiendo por Jehová, lo que más les molesta es que alguien quiera parecerse a ellos. Tal vez por eso, cuando los Beatdes aseguraron ser más famosos que Jesucristo, Dios repitió uno de sus mejores trucos. Según se cuenta en la Biblia, en el capítulo 11 del Génesis, cuando Jehová advirtió que los hombres, que hablaban un mismo idioma, llegarían al cielo con la curiosa torre que estaban construyendo, separó sus lenguas para que ya no se entendieran y la empresa fracasara. Rodrigo Fresan, en la contratapa del pasado 15 de septiembre, hablaba de los dioses griegos opinando (y actuando) y, también, de dioses que ya no juegan al ajedrez y de cielos vacíos de padres y, claro, de los Beatles. Es posible que pensando en ellos se despierten los ánimos teológicos, pero lo cierto es que Dios volvió a ver que el hombre llegaba al cielo, y que se le parecía demasiado, y nuevamente mezcló sus lenguas e hizo que no se comprendieran. Y entonces llegó Let it Be y los Beatles se separaron, no sin antes usar la hybris una última vez para demostrar con Abbey Road que no todo estaba dicho.
Esa es una explicación. La otra es atómica. Existe una remota posibilidad de que alguien gane la lotería cuatro veces seguidas, de la misma manera que es posible que coincidan, como sucedió, en una época ávida de novedades, cuatro personas entre las cuales dos eran excepcionalmente talentosas como compositores de canciones y como cantantes y una quinta, contratada por un sello discográfico, que, además de tener una enciclopedia más amplia (y desplegada en otras direcciones que la de los cuatro), era capaz de entusiasmarse con lo que ellos hacían y de entusiasmarlos con su curiosidad y sus ocurrencias. Como en la propia vida (y tal vez como en la mismísima materia), todo dependía de la tensión entre los elementos y lo mismo que lo hacía posible (Lennon y McCartney, tan distintos y, al mismo tiempo, tan pendientes de despertar cada uno la admiración del otro) era lo que podía (y pudo) causar la destrucción. Los materiales (las canciones “peladas”) podían provenir de uno u otro -y hasta de George Harrison—, pero en los procedimientos el paradigma McCarmey/George Martin fue adueñándose progresivamente del todo. Y si hubo un momento perfecto, en que Lennon logró ser McCartney y Paul consiguió confundirse con John, fue el de ese pequeño disco con dos canciones, luego incluido en la versión estadounidense de Magical Mistery Tour. Allí, con “Strawberry Fields Forever” y “Penny Lañe”, el homo gestalt llegaba a su punto más cercano al cielo. Allí y, por supuesto, en “A Day in the Life”, esa canción de Lennon que para ser la obra que fue debió ser inseminada por McCartney / Martin. Y ya se sabe: está la teoría del caos, y eso de que cuanto más compleja es la estructura, más cerca de su disolución andará. Y entonces llegó Let it Be y los Beades se separaron, no sin que antes McCartney / Martin vampirizaran retazos de aquí, allí y todas partes para decir, con Abbey Road, que los Beatles eran más sus procedimientos que sus materiales.
Los Beatles no se han ido. Pero sin embargo vuelven. Se perfeccionan. Ahora se han remasterizado las tomas originales, antes del proceso de mezcla y no después, como se había hecho hasta el momento para la edición en CD de sus discos. Y todos vuelven a escucharlos y a sorprenderse y a pensar que por ahí los Beatles no fueron sólo los primeros sino también los últimos, o los únicos, o simplemente los mejores. Están los que dicen que prefieren el sonido original (¿el de un Winco o el de una bandeja Thorens con una cápsula altamente sofisticada y un amplificador Audio Research conectado a bafles de cuatro vías?). Están en su derecho. También hay gente a la que le gustan los trencitos en las fiestas de casamiento o que los azoten con látigos de varias puntas rematadas en plomo. Pero en este caso, con la remasterización de sus discos, no se ha hecho otra cosa (la traducción del Quijote a un madrileño vulgar diseñado por Anagrama) sino que se ha mejorado la misma cosa (las letras se hicieron más nítidas y legibles). No se transformó el concepto sonoro, no se llevaron los discos al caldo standard del pop actual, no se los igualó entre sí, ni se les puso nada que no estuviera ya en las grabaciones. No se cambiaron los planos. El bajo sigue estando tan al frente como siempre, pero la diferencia es que ahora suena a bajo. De la misma manera en que suenan las vibraciones —y su permanencia- de los platillos y el hi-hat, en que se distingue el timbre del bombo de pie, en que resuena la trompeta de “Penny Lane”, se escucha el aire y se perciben los ataques en la flauta dulce (o el whistle) de “A Fool in the Hill” y, sobre todo, en que aparecen las voces, con todo el fantasma y el grano que hasta ahora debían adivinarse. Y, ahora, con la restitución del sonido original (que estaba, pero la tecnología original no permitía escuchar), “Helter Skelter” vuelve a impresionar con su dureza. Como impresionan el corno —sus matices, el vibrato— de “For No One”, la guitarra en “Blackbird” y, cada vez que cantan juntos, Lennon y McCartney y Harrison, ahora absolutamente diferenciables entre sí y asombrosamente empastados.
Los dioses, algunos dioses, juegan, o jugaban, al ajedrez. Borges decía que “Dios mueve al jugador y éste a su pieza”, y se preguntaba “qué Dios detrás de Dios la trama empieza”. Y parece evidente que hay un Dios detrás de ese Dios vengativo y cruel que mezcló las lenguas. Un Dios capaz de olvidar su propia soberbia y prosternarse ante los Beatles, los otros inmortales.
POR CLAUDIO KLEIMAN
Conviene poner ciertas cosas en claro desde el principio: NO soy un fanático de los remasters. A diferencia de ciertos audiófilos que corren a comprarse la última edición de un disco que probablemente ya tienen una o dos veces, creo que en muchos casos constituyen un anzuelo de la industria discográfica, con escasas (o nulas) recompensas para el oyente. Lo que en términos del audio ya se denomina como “la guerra del loudness”, hace que se sacrifique rango dinámico en beneficio del volumen, comprimiendo al máximo los sonidos con resultados tan obviamente unidimensionales que han promovido —como lógica reacción— el movimiento llamado back to vinyl, que no es otra cosa que la vuelta al viejo y querido LP de vinilo.
Pero los Beatles siempre se mantuvieron varios pasos adelante de la competencia, y este caso no es la excepción, si bien la espera demandó 22 años. Mientras que algunos de sus contemporáneos, como los Who y los Stones, han remasterizado hasta tres veces su catálogo, los discos de los Beatles habían permanecido incólumes desde su inicial transferencia al formato CD en 1987 (y aquí conviene recordar que en las reediciones posteriores, como el Yellow Submarine Songtrack y Let it Be... Naked, los temas habían sido remezclados, un proceso mucho más radical que el re-mastering, en el que se toman los canales individuales pudiendo alterar el balance, el sonido y otros parámetros).
Otra cosa que vale la pena tener en cuenta es que el ahora reivindicado LP de vinilo también tenía sus limitaciones: además del molesto ruido de superficie, los ingenieros debían atenuar ciertas frecuencias -especialmente las graves- porque podían hacer saltar la púa del surco.
Por eso, si bien se han hecho escuchas comparativas con el vinilo, la principal referencia para el equipo de ingenieros de Abbey Road comandado por Alian Rouse, que trabajó durante 4 años en el proyecto, han sido las cintas master, algo que sólo conocen los que tuvieron la suerte de estar en el estudio en el momento de la grabación y/o mezcla.
Los nuevos remasters añaden profundidad y claridad -con un sonido más grande y rico que en sus anteriores encarnaciones-, pero no de una manera artificial. Con los 2009 Remasters (14 álbumes, incluyendo Past Masters, ahora editado como doble CD), la sensación es como si un velo hubiera sido levantado, lo que permite apreciar más plenamente todo el contenido y la información que los Beatles incluían en cada canción, especialmente de Rubber Soul en adelante, cuando tanto las grabaciones como la música fueron adquiriendo creciente complejidad.
En una primera escucha, la diferencia mayor aparece en las voces, que dan la impresión de estar un poco más adelante en la mezcla (esto es debido a la mayor definición, los planos no se han alterado). Pero, más allá de eso, lo que impacta es la presencia y cercanía, especialmente de las voces de los dos principales vocalistas del grupo, John Lennon y Paul McCartney. A propósito, Paul declaró recientemente: “Ahora escucho a John y pienso: ‘Ahí está él’. Es casi como que cerrás los ojos y podés verlo, porque la calidad es tan real”. Lo mismo puede aplicarse a su propia; voz y a la de George Harrison: son tan vividas que da la sensación de que estuvieran “ahí nomás”. La otra diferencia que se percibe de inmediato está en el bajo y la batería, lo que coloca en su verdadera dimensión el extraordinario trabajo de Paul y las sutilezas del siempre injustamente devaluado Ringo.
Pero esto es sólo el principio: son miles de detalles. Para focalizar en un álbum específico, me concentré en uno de mis preferidos, el White Album, de 1968 -en realidad, el nombre verdadero es The Beatles—, un disco increíble que anticipó prácticamente todos los desarrollos que aparecerían en la música durante las cuatro décadas siguientes. Después de la experimentación de Sgt. Peppers, los Beatles volvían a ser una banda, y el devenir de sus 30 canciones constituye una caja de sorpresas de una calidad y variedad deslumbrantes. Una mirada a mis apuntes destaca, entre los descubrimientos que salen a la luz con los nuevos remasters, las cuerdas en “Martha my Dear”, los fills de la guitarra de Harrison en “Why don´t we do it in the Road?”, la claridad de las acústicas en las respectivas obras maestras de Lennon y McCartney, “Julia” y “Blackbird" (en esta última suplementadas por el sonido de sus pies marcando el ritmo contra el piso), la persistente campana en “Everybodys Got Something to Hide Except me and my Monkey”, la dimensión casi celestial del coro y la orquesta en “Good Night”, los numerosos “sonidos encontrados” en el collage sonoro “Revolution 9” y sus paneos por los extremos del stereo, y así podríamos seguir indefinidamente. Ya fuera del Álbum Blanco, un ejemplo remarcable son las apocalípticas guitarras sobregrabadas de Lennon en “I Want you (Shes so Heavy)”, de Abbey Road, que habían sido reducidas debido a las limitaciones del vinilo y ahora emergen creando una tormenta sonora.
Con las ediciones remasterizadas de otros grupos, en muchos casos sucede que, cuando se levanta el velo, la mayor claridad permite distinguir las contribuciones individuales que forman el todo, y eso evapora parte de la magia. El misterio constituye uno de los componentes fundamentales de toda obra de arte, y nadie quiere que eso se pierda.
Con la música de los Beatles sucede lo contrario: su poder es tal (alguien apuntó que es una federación -no una unión— de elementos) que se benefician con el intento de mejorar su claridad. Como sucede cuando observamos un cuadro de Velázquez, o de Leonardo, podemos mirarlos -escucharlos- miles de veces, y siempre descubrir cosas nuevas.
Además del hecho de que esta campaña hace que la música de los cuatro de Liverpool vuelva a ser escuchada y redescubierta en todo el mundo, y alcance (como sucedió en su momento con los Anthology) a una nueva generación, lo más importante que puede sacarse como conclusión es comprobar que con los Beatles sucede como en los cuentos: asistimos, una vez más, al triunfo del bien. La tecnología no pudo destruir la magia.