jueves, 6 de abril de 2017

0930 - Paul McCartney - 1993 - Paul Is Live

Paul frotó la lámpara mágica 


De fiesta: en su segunda noche, McCartney con­quistó a más de 60.000 es­pectadores, una de las mayores concurrencias a un concierto de rock.

A ver chicas, afinemos las cejas hasta dejarlas apenas perceptibles, transpiremos la camiseta con las caras de los cuatro grandes de Liverpool y demos una vuelta por los dorados sesenta y los combativos setenta. Los pantalones oxfórd y las plataformas de corcho (tan de moda estos días) ayudan. Y si además, desde el escenario Nito Mestre rinde el homenaje de ‘‘Canción para mi muerte” y "Rasguña las pie­dras”, el boleto para el túnel del tiempo ya está en nuestros bolsillos. Acomodemos el esqueleto en la butaca, entonces, y disfrutemos del pa­seó.

La leyenda que palpita
El aparece de manera tan natural bajo las luces que uno casi se olvida de quién es, o mejor dicho, de que es Paúl McCartney sonríe con su melena de eterno adolescente y en seguida arremete con “Drive my car”, un anticipo de lo que será una verdadera noche de “fiesta en Buenos, Aires”, según palabra de beátle. El público llegó hasta allí ' para escuchar “aquella vieja pági­na” y Paul los va a complacer. A eso vino, después de todo, más allá de la cruzada en favor de los derechos animales y de la ecología.
Afortunadamente, McCartney no exacerba el culto de por sí desbor­dado a su propia figura. No perma­nece estático para prolongar el aplauso o estirar las ovaciones: claro que no necesita hacerlo, pero lo importante es que, de hecho, no lo hace. Si en algún momento asoma algún gesto levemente demagógico -como aparecer para el primer bis enarbolando la bandera azul y blanca que el público recibe con el grito de “¡Argentina!”-, la nobleza de lo que Paul entrega sobre tablas puede más. 
Con una voz magnífica que respondió de maravillas a las exigen­cias del repertorio beatle y  ese excelente humor de bufón inefable, el muchachote inglés rasgó guitarra eléctrica y acústica, sacudió batería y aporreó el piano, en un mágico y misterioso toúr por los últimos treinta años, de su música, con la banda y en solitario. Más de un la­grimón se piantó entre la multitud con la bellísima “Yesterday" y con “Let it be”, ese himno que cuatro ge­neraciones hicieron suyo. Y ya en el final de los bises alrededor de 60.000 almas siguieron coreando a capella el estribillo dé “Hey Jude” después de que Paul regalara una versión memorable.
Si algún detalle se puede objetar en una puesta en escena impecable, fue el funcionamiento de las pantallas a los costados del escenario, al menos durante la segunda noche. Sólo al promediar el recital se pudo ver a Paul proyectado a diestra y siniestra hasta ese momento hubo que conformarse con imaginarlo desde lejos o echar maño a prismá­ticos propios y ajenos. De todas formas, el acento nunca estuvo puesto en el despliegue tecnológico sino en la fuerza de la emoción, en los duendes que escapaban de sus guitarras. Paul, casi sin quererlo, se había transformado en una suerte de Aladino y. cada vez que frotaba la eterna lámpara dé Los Beatles, algún genio de belleza alucinógena se liberaba para devorar adoradores.

“¿Quieren rock’n roll?”
McCartney habló algo de caste­llano y bastante en inglés, y sin esperar respuesta se largó con un fre­nético “I saw her standing there" que estremeció a todo River. Atrás habían quedado la ' psicodelía de "Sgt. Pépper’s Lonely Heart’s Culb Band”, los acordes de "We can work it out” y toda la ternura para Lynda en “My.Love”. Hasta se dio el lujo -por estas cosas de ser un procer del rock- de cantar el primer tema que compuso, cuando apenas tenía catorce años. Finalmente, los úl­timos coros de “Hey Jude” - canción que, según John, Paul habría es­crito para Julián Lennon- pusieron a la banda en fuga. La noche estaba hecha. El matrimonio McCartney podía ir a disfrutar de su cena vege­tariana y de su casa en las afueras; Buenos Aires y sus corazones soltarios o no quedarían marcados a  fuego.
Lunes 13 de diciembre de 1993
Verónica Chiaravalli

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