LA NACION
7 DE SEPTIEMBRE DE 1986
HUGO BECCACECE
UNA MUJER SOLA FRENTE AL TECLADO
Marta Argerich habla de
sus-proyectos, de su vida como solista y de su regreso a la Argentina tras
catorce años de ausencia
Para no convertirse “en una especie
de máquina que recorre el mundo sentada frente a un teclado”, Marta Argerich,
reconocida mundialmente como una de las grandes intérpretes del piano, se
rebela contra una carrera que la obliga a vivir en soledad. En una entrevista
exclusiva para la Revista LA NACION, se refiere a su amor por la música de
cámara y al intento, que comparte con otros colegas, de cambiar el modo de
encarar la actividad musical.
Quienes la ovacionaron en el Teatro
Colón en el concierto que dio a beneficio del Cimae saben de la sutileza infinita
de sus pianissimi, de la energía que vuelca en sus fortissimi y de la ternura
conmovedora que extrae de cada frase musical.
Esa misma sutileza, ese mismo vigor,
Marta Argerich los emplea para eludir entrevistas. Llegar hasta ella exige la
misma constancia y el mismo empecinamiento del virtuoso que practica durante
horas sus ejercicios técnicos en su instrumento antes de abordar el estudio de
una obra.
Pero una vez que se superan
-milagrosamente- todas las barreras, uno se encuentra ante un ser cautivante,
de una belleza que no nace de la armonía de los rasgos sino de las expresiones
de sus ojos y de su boca.
De cerca, charlando con ella, resulta
tan adolescente, como lo parecía en el Colón, sentada frente al piano, mirando
al director y apartándose de tanto en tanto, con una mano nerviosa, el pelo
largo de muchacha de los años ’60.
Hace unos días, en el hall del
Claridge Hotel, como una chica indecisa, dudaba entre cambiarse de ropa, tomar
un café, hacer una llamada telefónica o atender a la prensa. Pero como una
mujer madura fue cumpliendo uno por uno sus deseos y obligaciones. Tomó un
café, ordenó un sandwich, llamó por teléfono, subió a su habitación a cambiarse
de ropa y por último le abrió las puertas de su suite al periodismo con una
mirada luminosa y animada.
-¿Qué es lo que más le gusta hacer?
¿Tocar el piano?
-No. Lo que más me gusta es caminar.
Mientras camino, cuadras y cuadras, contemplo las ciudades o los paisajes,
pienso y sueño. También me gusta leer. Leo lo que me cae en las manos. Y hablo
enormemente.
-Tras catorce años de no venir a la
Argentina, ¿qué Impresión tiene del país?
-Es cierto, hace catorce años que no
pasaba por Buenos Aires. Pero esa vez, como ésta, se trataba tan sólo de una
visita. En realidad, hace treinta que yo no vivo aquí. De modo que mis últimas
impresiones y recuerdos datan de esa época. Yo tenía entonces quince años.
Ahora, cuarenta y cinco. Conservo re-cuerdos de ese período. Y ayer y hoy,
mientras andaba por las calles, las casas, los parques me traían a la memoria
hechos que habían pasado entonces. Primero vivía por Coronel Díaz, cerca de
Santa Fe. Hoy estuve paseando por allí, fui al Botánico y al Zoológico. Del
Botánico, me acordaba.
Es un lugar que parece tan antiguo,
tan hermoso... Después mi familia se mudó a Belgrano, y más tarde yo me fui a
Europa, y ya no volví. Volví tan sólo para esas cortas estadas y dar unos
conciertos. Actualmente vivo en Ginebra. Piense usted que es más cerca ir de
allí al Japón que a Buenos Aires. En este último lapso de catorce años
sucedieron muchas cosas en mi vida y en la Argentina que no hicieron posible ni
grato que yo viniera aquí. La idea de regresar durante los años del gobierno
militar no me era nada simpática.
-¿Por qué decidió volver ahora?
-Sentí que había en mi vida algo que
faltaba, una carencia, y esa carencia tenía que ver con los años transcurridos
en la Argentina, con lo que pasó en mi niñez y mi adolescencia en este país.
Además ha habido, en estos últimos tiempos, un cambio de actitud en mi vida. La
madurez me lleva a buscar un mayor acercamiento con la gente.
-¿Usted ha vuelto a recuperar el
tiempo que vivió aquí?
-No, no vine a recuperar nada; porque
no tuve oportunidad de perder nada en la Argentina. Me fui muy joven. Vine a
conocer o a reconocer mis orígenes. Hoy mi familia vive dispersa por el mundo.
Mi hermano en Mar del Plata; mi padre en Buenos Aires; mi madre en Europa; yo
en Ginebra, y hasta mis hijas no viven todas conmigo. Tengo tres: Lida, de 22;
Anne, de 15 y Stéphanie, que me acompaña en este viaje. Son hijas de distintos
matrimonios. La mayor vive en China, en Pekín, con su padre, que es director de
orquesta.
Estar de nuevo en la Argentina tras
tantos años es algo muy emocionante, muy perturbador. He ido a visitar a mi
hermano en Mar del Plata. El tiene 41 años y yo viví con él tan sólo siete. En
los catorce años que falté de aquí, sólo recibí siete cartas de mi padre. Antes
de encontrarme con ustedes, acababa de despedirme de él, quién sabe por cuánto
tiempo.
-Pero, por otra parte, usted retornó
al país como presidenta del Departamento de Arte y Ciencia de la fundación
Cimae, a cuyo beneficio dio el concierto del Teatro Colón. Esa institución se va a encargar de establecer puente entre los artistas y cientificos argentinos que se hallan fuera del país y desean volver a él para aportar su experiencia y los
que partirían al extranjero para perfeccionar sus estudios.
-Es cierto. Y eso tiene que ver con mi nueva actitud ante la
vida. Deseo integrar todos los aspectos de mi personalidad y de mi existencia. Yo no
puedo ni quiero ser una especie de máquina que
recorre el mundo tocando el piano. Quiero ocuparme de otras cosas, y he
empezado por esto que es una tarea cultural y social al mismo tiempo.
-¿Está contenta con su profesión?
-Amo la música, pero mi carrera no me
interesa. Me pusieron en esta actividad desde que era una nena. No he parado de
dar recitales como solista desde entonces. El pianista es el prototipo del
solista: viaja solo y vive solo durante sus viajes. Ser un concertista no
significa solamente sentarse ante el piano, tocar y ser aplaudido. Cuando viajo,
estoy sola; cuando llega la hora de comer, estoy sola. Cuando llega la hora de
dormir, también estoy sola. Si estoy haciendo una tournée por Japón es obvio
que estoy lejos de mi familia, de la gente que quiero. Me tengo únicamente a mí
misma. Mi profesión me hace hacer cosas que no quiero, ocuparme de cosas como
mi cachet, la publicidad, las entrevistas. En realidad, los solistas, y me
estoy refiriendo a los muy conocidos, a los famosos, somos meros empleados de
las casas discográficas.
Los solistas no tenemos un sindicato,
no estamos unidos por nada. Ahora ha surgido en Europa un grupo de artistas que
se reúnen para discutir estos problemas, para tratar de hacer algo contra esta
deshumanización de la carrera. Hay algunos organismos culturales, mecenas, o
músicos célebres que organizan festivales exclusivamente para intérpretes:
invitan a una hermosa casa a un grupo de jóvenes músicos y durante un mes viven
juntos, se escuchan, discuten sus problemas y su manera de interpretar a un
autor. Me gustaría que el Cimae sirviera para algo así.
-¿Le interesa más la música de cámara
que el repertorio de solista?
-La música de cámara me encanta.
Pero no se trata de que un repertorio sea más interesante que el otro. Se trata
de que cuando uno hace música de cámara vive de otro modo. Un solista está solo
en el escenario; en cambio, cuando uno integra un dúo, un trío, un cuarteto,
tiene compañeros ante el público con quienes comparte una experiencia. Además,
en Europa los artistas viajamos muchísimo. Vi-vimos en los aviones y en los
hoteles. Entonces si uno integra un conjunto puede ir a conocer las ciudades
desconocidas en compañía de sus compañeros, puede cambiar impresiones, hacer
programas, comer juntos, divertirse y también amargarse juntos cuando las
cosas no van bien.
-Hay solistas, sin embargo, que jamás
tocarían música de cámara porque según ellos se rebajarían.
-Esos solistas pecan de orgullo, no
aman suficientemente la música y probablemente tampoco a sus prójimos. Lo que
yo busco en este momento es una mayor integración entre mi profesión y mi vida.
Los seres humanos ya estamos suficientemente divididos y desgarrados por
nuestras contradicciones. Ya hay una división entre lo que sentimos y lo que
hacemos, entre lo que pensamos y lo que decimos, entre la sociedad y el
individuo, entre la familia y cada uno de sus miembros. Y también hay una
di-visión de la propia voluntad. De-seamos al mismo tiempo las cosas más
opuestas. Somos tironeados por nuestras aspiraciones y por lo que nos impone la
realidad. Conservamos afortunadamente muchos de nuestros aspectos infantiles. A
veces me han preguntado durante este viaje si yo había venido a recuperar mi
infancia o mi adolescencia. Jamás las perdí. Sigo en contacto con mi infancia y
eso me permite interpretar el piano como lo hago.
Adoro a Horowitz precisamente porque
es capaz de crear continuamente. Lo escuché tres veces interpretar la misma
obra en tres conciertos, y cada vez era distinta. Es un hombre de 86 años, y
jamás cede, jamás se entrega a la repetición.
-¿Cómo se concilia la preparación y
el aspecto técnico un tanto rutinario, de una Interpretación, con esa dosis de
frescura y de espontaneidad que usted le da a sus recitales?
-La preparación, el razonamiento, el
estudio son imprescindibles, son la base de un artista, pero la espontaneidad
tampoco debe faltar. A veces tocando una obra, uno se da cuenta de que quizá
hay en esas notas un acento nuevo, que hasta entonces no había visto, no había
ensayado. Entonces uno se arriesga y trata de revelar un aspecto distinto de
una frase, de iluminar de otro modo un pasaje musical. Una obra no se agota
jamás. Los que se agotan son los artistas si se entregan a una ejecución
mecánica.
-¿Nunca se le ocurrió componer?
-Jamás.
¿Y dirigir una orquesta?
-Me ha interesado la dirección de
orquesta pero no para transformarme en directora. Eso sí, he tocado con orquestas que no tenían director,
y me las he arreglado bastante bien. El piano es un instrumento que, en ese
sentido, ayuda mucho al intérprete: se impone, es autoritario. Quizá por eso
hay tanto pianista antimusical. En general, los pianistas somos los seres más
antimusicales del mundo. No necesitamos saber respirar, no tenemos arco,
nuestro cuerpo apenas si se comunica con la voz del instrumento. Podemos ser unos
perfectos perros. No es preciso que tengamos buen oído porque el piano ya está
afinado por otro; no necesitamos entonación. En suma, podemos ser máquinas. El
piano mismo es un instrumento casi abstracto, hermafrodita, diría.
-¿Hermafrodlta? ¿Por qué?
-Porque es alto, bajo, grave y agudo.
Es un híbrido.
-¿Piensa volver a la Argentina?
-Sí, por supuesto. Más a menudo y a
pasar temporadas más largas. No podría radicarme aquí porque Buenos Aires está
muy lejos del circuito de conciertos. Pero me gustaría mudarme de Ginebra.
-¿No le gusta?
-Es una ciudad aburridísima pero en
la que me han pasado las cosas más importantes de mi vida. Cuando me fui de la
Argentina, a los 15 años, viví sola por primera vez en Ginebra. Allí
transcurrió parte de mi adolescencia y mi juventud. Después me fui a Italia, un
año y medio, más tarde a los Estados Unidos. Y por último me instalé en
Ginebra. Allí nacieron mis hijas. Ellas, por supuesto, no quieren irse de esa
ciudad. Y yo, si bien la encuentro tan poco estimulante, estoy ligada a ella
por muchos recuerdos, por muchos vínculos. En realidad, el lugar donde uno vive
tiene relativa importancia. Lo que importa es la gente con la que uno está
relacionada, la gente con la que uno hace cosas interesantes. Hoy sólo me
importan las personas con las que puedo hacer algo. Ya no tengo tiempo que
perder. He cumplido cuarenta y cinco años. Es una edad difícil. Hasta para
vestirme. Me ocupo de la ropa por rachas. Cuando tengo ganas de vestirme bien,
voy de compras y compro todo. Pero después puede pasar un largo período en que
no me preocupo en absoluto de la moda ni de lo que llevo puesto. No me gusta
armarme un “estilo”, crearme una apariencia determinada. A mi edad, las mujeres
empiezan a vestirse de “señoras”. Algo que yo detesto. Pero las mujeres que no
se visten de señoras a esta edad, a veces resultan ridiculas.
Ese es tan sólo uno de los aspectos que muestra lo difícil de, este período.
Uno es todavía joven, pero no puede desperdiciar ni un minuto. Tiene que
aprovechar toda su experiencia y toda la energía que aún tiene para enriquecer
y armonizar su vida. Y esa riqueza, esa armonía, son esenciales para el artista
y para el ser humano.
(c) LA NACION
Un taller para pianistas
Los primeros días que Marta Argerich
estuvo en Buenos Aires se alojó en casa de la señora Elien Rotenberg,
vicepresidenta de la comisión directiva de la Fundación Cimae. Marta dijo que
estaba interesada en encontrarse con jóvenes pianistas para hacer una especie
de "taller de piano” que se realizaría en esa misma casa. Según sus deseos
sería una reunión informal a la que asistirían no más desquince muchachos.
De la organización de ese
acontecimiento se encargaron el doctor Abraham Finkelstein, médico fundador del
Cimae y director del Departamento de Medicina de esa entidad, y María Rosa
Oubiña de Castro, directora del Centro de Estudios Pianísticos.
Sucedió lo previsible, cada uno de
los invitados hizo sus propias invitaciones y la tarde del “taller", unas
120 personas habían invadido el living de la señora de Rotenberg. Alrededor del
piano se habían dispuesto en arco varias filas de sillas. Cuando Marta Argerich
apareció y se encontró ante tanto público exclamó: “Pero yo no quería nada de
esto. Aquí no va a haber ninguna intimidad”. Desconcertada, se alejó hacia la
parte privada del departamento.
Persuadida por el señor Finkelstein
la artista volvió a aparecer, pero esta vez pidió que le dieran informalidad a
la reunión. Entonces los chicos ofrecieron sentarse en el suelo para que todo
pareciera más improvisado Marta insistió en que eso no era suficientemente
informal: esas sillas así dispuestas daban la impresión de que alguien iba a
dictar una cátedra. Los chicos, entusiasmados respondieron: “Te desordenamos
todo enseguida”. En dos segundos, el living quedó convertido en una pista de
obstáculos. Los obstáculos eran las sillas.
A todo esto los fotógrafos apuntaban
sus cámaras hacia Marta Argerich, lo que tornaba aún más público ese taller que
iba, en principio, a ser íntimo. Con el fin de que no continuaran retratándola,
Marta se puso de cara a una pared y de allí daba instrucciones a los chicos
quienes pedían a los periodistas: “No le saquen más fotos, por favor, porque se
enoja’’. Final-mente resignada a que su encuentro con un pequeño grupo se
trasformara en una especie de acontecimiento social, Marta Argerich dejó de
evitar las cámaras y, si bien no posó, permitió que los cronistas cumplieran su
trabajo con toda tranquilidad.
Entonces comenzó la reunión. Marta,
rodeada por sus jóvenes centuriones, se desplazó de un extremo al otro del
living -ida y vuelta- contestando preguntas y escuchando alabanzas. También
escuchó tocar a dos muchachos y aconsejó que los becaran. Así, “informalizado”,
el taller duró desde las 17 hasta la 1 del día siguiente. La señora de Castro
explicaba: “Con Martita, usted sabe, nunca se sabe... ”
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