domingo, 5 de marzo de 2017

7047 - Martha Argerich - 1995 - Tchaikovsky Piano Concerto No. 1; The Nutcracker Suite

LA NACION
7 DE SEPTIEMBRE DE 1986
HUGO BECCACECE

UNA MUJER SOLA FRENTE AL TECLADO

Marta Argerich habla de sus-proyectos, de su vida como solista y de su regreso a la Argentina tras catorce años de ausencia


Para no convertirse “en una especie de máquina que recorre el mundo sentada frente a un teclado”, Marta Argerich, reconocida mundialmente como una de las grandes intérpretes del piano, se rebela contra una carrera que la obliga a vivir en soledad. En una entrevista exclusiva para la Revista LA NACION, se refiere a su amor por la música de cámara y al intento, que comparte con otros colegas, de cambiar el modo de encarar la actividad musical.

Quienes la ovacionaron en el Teatro Colón en el concierto que dio a beneficio del Cimae saben de la sutileza infinita de sus pianissimi, de la energía que vuelca en sus fortissimi y de la ternura conmovedora que extrae de cada frase musical.
Esa misma sutileza, ese mismo vigor, Marta Argerich los emplea para eludir entrevistas. Llegar hasta ella exige la misma constancia y el mismo empecinamiento del virtuoso que practica durante horas sus ejercicios técnicos en su instrumento antes de abordar el estudio de una obra.
Pero una vez que se superan -milagrosamente- todas las barreras, uno se encuentra ante un ser cautivante, de una belleza que no nace de la armonía de los rasgos sino de las expresiones de sus ojos y de su boca.
De cerca, charlando con ella, resulta tan adolescente, como lo parecía en el Colón, sentada frente al piano, mirando al director y apartándose de tanto en tanto, con una mano nerviosa, el pelo largo de muchacha de los años ’60.
Hace unos días, en el hall del Claridge Hotel, como una chica indecisa, dudaba entre cambiarse de ropa, tomar un café, hacer una llamada telefónica o atender a la prensa. Pero como una mujer madura fue cumpliendo uno por uno sus deseos y obligaciones. Tomó un café, ordenó un sandwich, llamó por teléfono, subió a su habitación a cambiarse de ropa y por último le abrió las puertas de su suite al periodismo con una mirada luminosa y animada.
-¿Qué es lo que más le gusta hacer? ¿Tocar el piano?
-No. Lo que más me gusta es caminar. Mientras camino, cuadras y cuadras, contemplo las ciudades o los paisajes, pienso y sueño. También me gusta leer. Leo lo que me cae en las manos. Y hablo enormemente.
-Tras catorce años de no venir a la Argentina, ¿qué Impresión tiene del país?
-Es cierto, hace catorce años que no pasaba por Buenos Aires. Pero esa vez, como ésta, se trataba tan sólo de una visita. En realidad, hace treinta que yo no vivo aquí. De modo que mis últimas impresiones y recuerdos datan de esa época. Yo tenía entonces quince años. Ahora, cuarenta y cinco. Conservo re-cuerdos de ese período. Y ayer y hoy, mientras andaba por las calles, las casas, los parques me traían a la memoria hechos que habían pasado entonces. Primero vivía por Coronel Díaz, cerca de Santa Fe. Hoy estuve paseando por allí, fui al Botánico y al Zoológico. Del Botánico, me acordaba.
Es un lugar que parece tan antiguo, tan hermoso... Después mi familia se mudó a Belgrano, y más tarde yo me fui a Europa, y ya no volví. Volví tan sólo para esas cortas estadas y dar unos conciertos. Actualmente vivo en Ginebra. Piense usted que es más cerca ir de allí al Japón que a Buenos Aires. En este último lapso de catorce años sucedieron muchas cosas en mi vida y en la Argentina que no hicieron posible ni grato que yo viniera aquí. La idea de regresar durante los años del gobierno militar no me era nada simpática.
-¿Por qué decidió volver ahora?
-Sentí que había en mi vida algo que faltaba, una carencia, y esa carencia tenía que ver con los años transcurridos en la Argentina, con lo que pasó en mi niñez y mi adolescencia en este país. Además ha habido, en estos últimos tiempos, un cambio de actitud en mi vida. La madurez me lleva a buscar un mayor acercamiento con la gente.
-¿Usted ha vuelto a recuperar el tiempo que vivió aquí?
-No, no vine a recuperar nada; porque no tuve oportunidad de perder nada en la Argentina. Me fui muy joven. Vine a conocer o a reconocer mis orígenes. Hoy mi familia vive dispersa por el mundo. Mi hermano en Mar del Plata; mi padre en Buenos Aires; mi madre en Europa; yo en Ginebra, y hasta mis hijas no viven todas conmigo. Tengo tres: Lida, de 22; Anne, de 15 y Stéphanie, que me acompaña en este viaje. Son hijas de distintos matrimonios. La mayor vive en China, en Pekín, con su padre, que es director de orquesta.
Estar de nuevo en la Argentina tras tantos años es algo muy emocionante, muy perturbador. He ido a visitar a mi hermano en Mar del Plata. El tiene 41 años y yo viví con él tan sólo siete. En los catorce años que falté de aquí, sólo recibí siete cartas de mi padre. Antes de encontrarme con ustedes, acababa de despedirme de él, quién sabe por cuánto tiempo.
-Pero, por otra parte, usted retornó al país como presidenta del Departamento de Arte y Ciencia de la fundación Cimae, a cuyo beneficio dio el concierto del Teatro Colón. Esa institución se va a encargar de establecer  puente entre los artistas y cientificos argentinos que se hallan fuera del país y desean volver a él para aportar su experiencia y los que partirían al extranjero para perfeccionar sus estudios.
-Es cierto. Y eso tiene que ver con mi  nueva actitud ante la vida. Deseo integrar todos los aspectos de mi personalidad y de mi existencia. Yo no puedo ni quiero ser una especie de máquina que recorre el mundo tocando el piano. Quiero ocuparme de otras cosas, y he empezado por esto que es una tarea cultural y social al mismo tiempo.
-¿Está contenta con su profesión?
-Amo la música, pero mi carrera no me interesa. Me pusieron en esta actividad desde que era una nena. No he parado de dar recitales como solista desde entonces. El pianista es el prototipo del solista: viaja solo y vive solo durante sus viajes. Ser un concertista no significa solamente sentarse ante el piano, tocar y ser aplaudido. Cuando viajo, estoy sola; cuando llega la hora de comer, estoy sola. Cuando llega la hora de dormir, también estoy sola. Si estoy haciendo una tournée por Japón es obvio que estoy lejos de mi familia, de la gente que quiero. Me tengo únicamente a mí misma. Mi profesión me hace hacer cosas que no quiero, ocuparme de cosas como mi cachet, la publicidad, las entrevistas. En realidad, los solistas, y me estoy refiriendo a los muy conocidos, a los famosos, somos meros empleados de las casas discográficas.
Los solistas no tenemos un sindicato, no estamos unidos por nada. Ahora ha surgido en Europa un grupo de artistas que se reúnen para discutir estos problemas, para tratar de hacer algo contra esta deshumanización de la carrera. Hay algunos organismos culturales, mecenas, o músicos célebres que organizan festivales exclusivamente para intérpretes: invitan a una hermosa casa a un grupo de jóvenes músicos y durante un mes viven juntos, se escuchan, discuten sus problemas y su manera de interpretar a un autor. Me gustaría que el Cimae sirviera para algo así.
-¿Le interesa más la música de cámara que el repertorio de solista?
-La música de cámara me encanta. Pero no se trata de que un repertorio sea más interesante que el otro. Se trata de que cuando uno hace música de cámara vive de otro modo. Un solista está solo en el escenario; en cambio, cuando uno integra un dúo, un trío, un cuarteto, tiene compañeros ante el público con quienes comparte una experiencia. Además, en Europa los artistas viajamos muchísimo. Vi-vimos en los aviones y en los hoteles. Entonces si uno integra un conjunto puede ir a conocer las ciudades desconocidas en compañía de sus compañeros, puede cambiar impresiones, hacer programas, comer juntos, divertirse y también amargarse juntos cuando las cosas no van bien.
-Hay solistas, sin embargo, que jamás tocarían música de cámara porque según ellos se rebajarían.
-Esos solistas pecan de orgullo, no aman suficientemente la música y probablemente tampoco a sus prójimos. Lo que yo busco en este momento es una mayor integración entre mi profesión y mi vida. Los seres humanos ya estamos suficientemente divididos y desgarrados por nuestras contradicciones. Ya hay una división entre lo que sentimos y lo que hacemos, entre lo que pensamos y lo que decimos, entre la sociedad y el individuo, entre la familia y cada uno de sus miembros. Y también hay una di-visión de la propia voluntad. De-seamos al mismo tiempo las cosas más opuestas. Somos tironeados por nuestras aspiraciones y por lo que nos impone la realidad. Conservamos afortunadamente muchos de nuestros aspectos infantiles. A veces me han preguntado durante este viaje si yo había venido a recuperar mi infancia o mi adolescencia. Jamás las perdí. Sigo en contacto con mi infancia y eso me permite interpretar el piano como lo hago.
Adoro a Horowitz precisamente porque es capaz de crear continuamente. Lo escuché tres veces interpretar la misma obra en tres conciertos, y cada vez era distinta. Es un hombre de 86 años, y jamás cede, jamás se entrega a la repetición.
-¿Cómo se concilia la preparación y el aspecto técnico un tanto rutinario, de una Interpretación, con esa dosis de frescura y de espontaneidad que usted le da a sus recitales?
-La preparación, el razonamiento, el estudio son imprescindibles, son la base de un artista, pero la espontaneidad tampoco debe faltar. A veces tocando una obra, uno se da cuenta de que quizá hay en esas notas un acento nuevo, que hasta entonces no había visto, no había ensayado. Entonces uno se arriesga y trata de revelar un aspecto distinto de una frase, de iluminar de otro modo un pasaje musical. Una obra no se agota jamás. Los que se agotan son los artistas si se entregan a una ejecución mecánica.
-¿Nunca se le ocurrió componer?
-Jamás.
¿Y dirigir una orquesta?
-Me ha interesado la dirección de orquesta pero no para transformarme en directora. Eso sí, he  tocado con orquestas que no tenían director, y me las he arreglado bastante bien. El piano es un instrumento que, en ese sentido, ayuda mucho al intérprete: se impone, es autoritario. Quizá por eso hay tanto pianista antimusical. En general, los pianistas somos los seres más antimusicales del mundo. No necesitamos saber respirar, no tenemos arco, nuestro cuerpo apenas si se comunica con la voz del instrumento. Podemos ser unos perfectos perros. No es preciso que tengamos buen oído porque el piano ya está afinado por otro; no necesitamos entonación. En suma, podemos ser máquinas. El piano mismo es un instrumento casi abstracto, hermafrodita, diría.
-¿Hermafrodlta? ¿Por qué?
-Porque es alto, bajo, grave y agudo. Es un híbrido.
-¿Piensa volver a la Argentina?
-Sí, por supuesto. Más a menudo y a pasar temporadas más largas. No podría radicarme aquí porque Buenos Aires está muy lejos del circuito de conciertos. Pero me gustaría mudarme de Ginebra.
-¿No le gusta?
-Es una ciudad aburridísima pero en la que me han pasado las cosas más importantes de mi vida. Cuando me fui de la Argentina, a los 15 años, viví sola por primera vez en Ginebra. Allí transcurrió parte de mi adolescencia y mi juventud. Después me fui a Italia, un año y medio, más tarde a los Estados Unidos. Y por último me instalé en Ginebra. Allí nacieron mis hijas. Ellas, por supuesto, no quieren irse de esa ciudad. Y yo, si bien la encuentro tan poco estimulante, estoy ligada a ella por muchos recuerdos, por muchos vínculos. En realidad, el lugar donde uno vive tiene relativa importancia. Lo que importa es la gente con la que uno está relacionada, la gente con la que uno hace cosas interesantes. Hoy sólo me importan las personas con las que puedo hacer algo. Ya no tengo tiempo que perder. He cumplido cuarenta y cinco años. Es una edad difícil. Hasta para vestirme. Me ocupo de la ropa por rachas. Cuando tengo ganas de vestirme bien, voy de compras y compro todo. Pero después puede pasar un largo período en que no me preocupo en absoluto de la moda ni de lo que llevo puesto. No me gusta armarme un “estilo”, crearme una apariencia determinada. A mi edad, las mujeres empiezan a vestirse de “señoras”. Algo que yo detesto. Pero las mujeres que no se visten de señoras a esta edad, a veces resultan ridiculas. Ese es tan sólo uno de los aspectos que muestra lo difícil de, este período. Uno es todavía joven, pero no puede desperdiciar ni un minuto. Tiene que aprovechar toda su experiencia y toda la energía que aún tiene para enriquecer y armonizar su vida. Y esa riqueza, esa armonía, son esenciales para el artista y para el ser humano.
(c) LA NACION
Un taller para pianistas

Los primeros días que Marta Argerich estuvo en Buenos Aires se alojó en casa de la señora Elien Rotenberg, vicepresidenta de la comisión directiva de la Fundación Cimae. Marta dijo que estaba interesada en encontrarse con jóvenes pianistas para hacer una especie de "taller de piano” que se realizaría en esa misma casa. Según sus deseos sería una reunión informal a la que asistirían no más desquince muchachos.
De la organización de ese acontecimiento se encargaron el doctor Abraham Finkelstein, médico fundador del Cimae y director del Departamento de Medicina de esa entidad, y María Rosa Oubiña de Castro, directora del Centro de Estudios Pianísticos.
Sucedió lo previsible, cada uno de los invitados hizo sus propias invitaciones y la tarde del “taller", unas 120 personas habían invadido el living de la señora de Rotenberg. Alrededor del piano se habían dispuesto en arco varias filas de sillas. Cuando Marta Argerich apareció y se encontró ante tanto público exclamó: “Pero yo no quería nada de esto. Aquí no va a haber ninguna intimidad”. Desconcertada, se alejó hacia la parte privada del departamento.
Persuadida por el señor Finkelstein la artista volvió a aparecer, pero esta vez pidió que le dieran informalidad a la reunión. Entonces los chicos ofrecieron sentarse en el suelo para que todo pareciera más improvisado Marta insistió en que eso no era suficientemente informal: esas sillas así dispuestas daban la impresión de que alguien iba a dictar una cátedra. Los chicos, entusiasmados respondieron: “Te desordenamos todo enseguida”. En dos segundos, el living quedó convertido en una pista de obstáculos. Los obstáculos eran las sillas.
A todo esto los fotógrafos apuntaban sus cámaras hacia Marta Argerich, lo que tornaba aún más público ese taller que iba, en principio, a ser íntimo. Con el fin de que no continuaran retratándola, Marta se puso de cara a una pared y de allí daba instrucciones a los chicos quienes pedían a los periodistas: “No le saquen más fotos, por favor, porque se enoja’’. Final-mente resignada a que su encuentro con un pequeño grupo se trasformara en una especie de acontecimiento social, Marta Argerich dejó de evitar las cámaras y, si bien no posó, permitió que los cronistas cumplieran su trabajo con toda tranquilidad.
Entonces comenzó la reunión. Marta, rodeada por sus jóvenes centuriones, se desplazó de un extremo al otro del living -ida y vuelta- contestando preguntas y escuchando alabanzas. También escuchó tocar a dos muchachos y aconsejó que los becaran. Así, “informalizado”, el taller duró desde las 17 hasta la 1 del día siguiente. La señora de Castro explicaba: “Con Martita, usted sabe, nunca se sabe... ”

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