domingo, 20 de marzo de 2022

6324 - Billie Holiday - 1958 - Lady In Satin


Billie Holiday murió hace unas pocas semanas. No he podido escribir sobre ella hasta ahora, pero, dado que perdurará más que muchos que son objeto de notas necrológicas más largas, un breve retraso en un pequeño reconocimiento no nos hará ningún daño, ni a ella ni a nosotros. Cuando murió nosotros —los músicos, los críticos, todos los que alguna vez quedamos hipnotizados por la voz más desgarradora de la generación precedente— nos sentimos profundamente apenados. No había razón para ello. Pocas personas buscaron la autodestrucción con más entusiasmo que ella, y cuando la búsqueda tocó a su fin, a la edad de cuarenta y cuatro años, se había convertido en una ruina física y artística. Algunos de nosotros intentamos galantemente fingir que no era así y nos consolábamos con los momentos esporádicos en que todavía sonaba como un eco apagado de su grandeza. Otros no tenían ánimos para seguir viendo y escuchando. Preferíamos quedamos en casa y, si éramos lo bastante viejos y afortunados para poseer los discos incomparables de sus mejores tiempos, de 1937 a 1946, muchos de los cuales ni tan sólo se encuentran en elepé en Gran Bretaña, recrear aquellos sonidos ásperos, sinuosos, sensuales e insoportables que le proporcionaron un rincón seguro en la inmortalidad. En todo caso, su muerte física era motivo de alivio más que de dolor. ¿Cómo hubiera sido su madurez sin la voz con la que ganaba dinero para sus copas y sus dosis, sin la belleza —y en sus tiempos fue una mujer de belleza inolvidable— con que atraía a los hombres que necesitaba, sin sentido comercial, sin nada excepto el culto desinteresado de hombres envejecidos que la habían visto y oído en sus años de esplendor?

Y, pese a ello, por irracional que resulte, nuestro dolor expresaba el arte de Billie Holiday, el de una mujer por la cual había que sentir pena. Las grandes cantantes de blues, con las que puede compararse con justicia, jugaban desde una posición de fuerza. Leonas, aunque a menudo heridas y acorraladas (¿acaso Bessie Smith no decía ser «un tigre dispuesto a saltar»?), sus equivalentes trágicos eran Cleopatra y Fedra; el de Billie era una Ofelia llena de amargura. Era la heroína de Puccini entre las cantantes de blues o, mejor dicho, entre las cantantes de jazz, porque, aunque cantaba de modo incomparable una versión cabaretera de los blues, su lenguaje natural era la canción pop. Su singular logro fue haber transformado esta canción en una expresión auténtica de las grandes pasiones por medio de un desprecio total de sus almibaradas melodías, o, a decir verdad, de cualquier melodía que no fueran sus propias y escasas notas alargadas, delicadamente lastimeras, expresadas como Bessie Smith o Louis Armstrong, cantadas con una voz débil, áspera, cautivadora, cuyo estado de ánimo natural era de bienvenida voluptuosa y no resignada a los dolores del amor. Nadie há cantado ni cantará las canciones de Bess en Porgy and B%ss como las cantó ella. Era esta combinación de amargura y sumisión física, como la de alguien que yace sin moverse y observa cómo le amputan las piernas, lo que da un tono tan espeluznante a su «Strange Fruit», el poema contra los linchamientos que ella transformó en una inolvidable canción artística. Sufrir era su profesión; pero ella no la aceptaba.

Poco hay que decir sobre el horror de su vida, que Billie describió con sinceridad emotiva, aunque no real, en su autobiografía Lady Sings the Blues. Tras una adolescencia en la cual el amor propio se medía por la insistencia de una chica en recoger con las manos las monedas que le arrojaban los clientes, resultó obvio que no tenía remedio. No le faltó ayuda, pues contó con la aptitud y la escrupulosa honradez de John Flammond para lanzarla a la fama, los mejores músicos de los años treinta para acompañarla —en especial Teddy Wilson, Frankie Newton y Lester Young—, la devoción sin límites de todos los verdaderos entendidos, y gran éxito de público. Era demasiado tarde para poner freno a una carrera de autoinmolación sistemática, amargada. Nacer con belleza y dignidad en el gueto negro de Baltimore en 1915 era un inconveniente demasiado grande, incluso sin la violación que sufrió a los diez años ni la adicción a las drogas en la adolescencia. Pero, mientras se destruía a sí misma, cantaba, discordante, profunda, desgarradora. Es imposible no llorar por ella. O no odiar el mundo que hizo de ella lo que fue.

Esta breve nota necrológica se publicó por primera vez en 1959 en la columna que a la sazón escribía (con el seudónimo de «Francis Newton») en The New Statesman and Nation. La reimprimo, entre otras razones, en recuerdo de mi amigo John Hammond Jr., al que pregunté, en su lecho de muerte, de cuál de las cosas que había hecho en su vida se sentía más orgulloso. Dijo que de haber descubierto a Billie Holiday

De: Gente poco corriente: Resistencia, rebelión y jazz (1998), 
publicación de ensayos de Eric Hobsbawn.

2 comentarios:

  1. Amé a esta mujer desde la primera vez que la escuché. Comencé a valorarla más tarde, al conocer su vida. Muchas gracias, Mago

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    1. Hola, muchas gracias por tu comentario, como de costumbre, si Billie, fue una de las mejores o quizas la mejor. que disfrutes !!! saludos cordiales

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