Aguafuertes
rockeras
Las guitarras del señor Robert Fripp
La ñata contra
el vidrio en un azul de frío no remite necesariamente al interior de un café
visto desde el ventanal, pero sí a las cosas que nunca se alcanzan. Así lo
creía Robert Fripp, al menos. Siempre que pasaba por Rodríguez Peña y
Corrientes se demoraba frente a la vidriera de un negocio de instrumentos
musicales y señalaba, adelantando el mentón, a los pibes que miraban extasiados
los bajos y las guitarras en exhibición- "Esto es igual que el tango,
loco... estos quías nunca le van a poner un dedo encima a esas Gibsons
celestiales’'
Creía que a él
tampoco le tocaría esa suerte, si bien no le interesaba demasiado. Su armónica
Honner le bastaba para tocar las doce canciones de Vox Dei que conocía, el
resto de la música que lo hicieran otros. El pedía “¿no te sobra una moneda?”
en las esquinas de los conciertos y era felis a su modo, aunque durmiera más de
la cuenta en las comisarías.
Se llamaba
Pablo Inaudi, pero era el único rockero de esos tiempos que se cortaba el pelo
al ras como un cepillo. “Es por la vieja”, explicaba, justificando cómo no se
ganaba las lentejas. Los anteojos gruesos hicieron el resto. Aceptó el apodo
hasta con alegría: “Mató, soy el Rey Carmesí".
Un observador
externo, y con cierta generosidad, lo hubiera llamado despistado. Una mirada
más comprensiva decía que las relaciones entre su mundo interior y el mundo
exterior no estaban bien aceitadas. Lo cierto es que era uno de esos hados que
encontraron en el rock, en la vida de rock, una forma de no volverse del todo
locos, de no ser simplemente los últimos orejones del tarro, aunque irnos
cuantos ya no cuenten el cuento.
Muchas veces
la madrugada lo sorprendía solo en las escalentas de la estación Belgrano
soplando Jeremías pies de plomo, o acompañado del borracho del andén -a quien
el dinero no siempre le alcanzaba para desplomarse en Llao Llao o El Riel-
compatiendo su vino y alguna que otra pastilla para la tos. “Es la Biblia,
man”, le contaba en una pausa mientras el otro bailoteaba haciendo eses. El
borracho se detenía y se restregaba los ojos, incrédulo. A pesar del atur-
dimiento crónico le parecía recordar que la Biblia era otra cosa. “Mirá,
Roberfrí -le decía-, para mí la Biblia era un libro gordo que leía el cura.”
“No, loco... Vox Dei.” “Si vos lo decís.” Y continuaba la fiesta.
El otro día
pasé por la esquina de Rodríguez Peña y Corrientes y vi cómo el tiempo sabe
burlarse. La importación había poblado la vidriera de cuanto instrumento
musical pudiera ocurrírsele a uno que existiera. Los pibes, sin embargo, no
miraban extasiados, lo suyo era codicia. Sonaban otras voces: ;“Dale, mamá. Son
doce cuotas con tarjeta, .(cómprame la Telecaster”.
Por supuesto
me acordé de Robert Fripp y de una anécdota en particular, la que más me hace
reír. Viajábamos los dos en el Sesenta, él sentado y yo parado a su lado. Canturreaba
Shot The Monkey, que acababa de llegar a la Argentina, cuando de pronto se paró
y encaró a una chica que estaba al lado mío: “Siéntese, señora”. La chica se
sorprendió y balbuceó un “gracias, qué caballero, estas cosas no suelen pasar”.
“Pero cómo no, en su estado todo el mundo está obligado a un gesto así”. El
carterazo que le metió la gorda sonó como un piano que cae de un séptimo piso.
Robert Fripp pensó que estaba embarazada
Robert Fripp
no existe más. No lo mataron ni el tiempo ni la vida, sino el cansancio. Un par
de matrimonios exitosos le redituaron un negocio de exportación e importación
de instrumentos musicales. Hoy vende las guitarras, tiene un teléfono celular
de los más pequeños y sus clientes lo llaman "Señor Inaudi”. Cuentan que
cuando se estrenó Tango Feroz abandonó el cine en mitad de la proyección,
exactamente cuando cantaban Presente.
También dicen que estaba llorando, pero la gente habla de más. Es parte de la
religión.
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