CLARIN
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Buenos Aires, jueves 19 de junio de 1975
CARLOS GARDEL
Cuarenta Años Después
A pocos días de cumplirse 40 años de su desaparición, la voz, la figura, la sonrisa y hasta la trágica muerte de este insustituido cantor que es Carlos Gardel conjugan una mágica permanencia en el sentimiento popular. Narradores, ensayistas, sociólogos y poetas se refieren al acontecimiento en este número de CLARIN Cultura y Nación, dedicado íntegramente a este trovador argentino.
APUNTES PARA DOS BIOGRAFIAS DE UN MISMO PERSONAJE
No digan más que es un mito
Por FRANCISCO GARCIA JIMENEZ
Solo en esta Buenos Aires nuestra se dan esas cosas... El supremo cantor de la canción porteña, y arquetipo porteño, a su vez, nació en el mundo viejo, allende los mares, a la sombra del Pirineo francés que orilla el agua mansa del Carona. En una clínica municipal, donde su madre encontró refugio para el parto. Lo dijo con desnuda precisión la partida civil firmada por le Maire de Languedoc: El once de diciembre de mil ochocientos noventa, a las dos, en el hospital de La Grave, nació Charles Romuald, hijo de Berthe Gardes, planchadora y padre desconocido, etc., etc. Esto ocurrió en Toulouse, tierra de trovadores, cuando ya parecían finados los trovadores y su leyenda. El recién nacido estaba destinado a renovarla, en un mundo nuevo, con el nombre de Carlos Cardel
No había cumplido tres años el niño de Toulouse cuando llegó al viejo muelle de tablones de nuestra ciudad de fin de siglo, acurrucado en el pecho de una desdichada madre inmigrante. Buenos Aires lo acunó en sus brazos abiertos, de generosidad criolla; en sus mil pregones chapurreados, de Cosmópolis. Su madre nunca perdió el dejo provenzal. El tomó la entrañable y total ciudadanía porteña desde los primeros balbuceos y pininos, y la reafirmó en la escuela primaria, en la calle -de lances ilimitados- que más que nunca, en su caso, adquirió categoría de universidad parda. Su adolescencia frecuentó los oficios dispares, en aprendizajes tornadizos. Todo lo emprendía, lo hacia y lo deshacía cantando. Desde el coro escolar le descubrieron la agraciada facultad canora: luego le sobraron entusiastas entre amigos y aparceros de la andanza juvenil nochera, de los conjuntos de gauchos carnavalescos, de las tenidas de gente adinerada, de los comités políticos, de los asados en los studs gananciosos, sitios todos donde una guitarra y un cantor de estilos, milongas y valsecitos han sido eje de la rueda placentera.
Regordete, con el peinado partido al medio, luminosos los ojos negros y la ancha sonrisa de simpatía trampera, precedido por las cálidas mentas. El Morocho erá un zorzalito que abría el pico y se adueñaba de los corazones: firme el trino, acariciante el trémolo; melosamente patinada la intención de la frase, tan gráfica en la verba de retintín como quebrada de llanto en la desplayada queja. Con ese caudal de lirismo puro hacia crecer y prodigar las mentas en Barracas, en San Telmo, en Balvanera, en Palermo, en la barriada del Abasto, que fue el bastión sentimental de sus trovas en las altas noches, cuando las muchachas soñadoras de la vecindad perdieron el sueño y dejaron abiertas las ventanas para embelesarse con su serenata.
Andaban, por entonces, las mentas de otro joven cantor que llamaban El Oriental. Admiradores recíprocos los llevaron a una topada.
Salieron de ese encuentro amigos y compañeros, y después de probar fuerzas en procelosas giras por pueblos de la provincia, logran constituir en 1913 el dúo Gardel-Razzano, que al presentarse en el rumboso cabaret Armenonville, de la avenida Alvear, y en el teatro Nacional, de la calle Corrientes, consolida un rubro artístico que no tendrá parangón en la historia dél cancionero popular argentino.
De triunfo en triunfo, de una costumbre tácita al aplauso munífico y un cartel que es anzuelo seguro para atrapar públicos, llegan con paso consagratorio, cuatro años después, al disco fonográfico. En el triángulo sonoro cuyo vértice son los hábiles dedos guitarreros del negro José Ricardo, la canción en dúo es preámbulo, apresto, entremés propiciatorio al bocado exquisito y preferido: el solo por Carlos Gardel.
El repertorio inicial se componía de canciones camperas. No había cabida para el tango: alguno por su letra ingenua; otros por sus zafadurías anónimas y repentistas. Pero, apenas comenzaba esa trayectoria fonográfica de Gardel, aparece el tango con letra de un vate del arrabal capaz de levantar su jerga de querella amorosa hasta hacerla poesía, con imágenes de contagioso sentimiento. Carlos Gardel le da a ese tango —Mi noche triste— la auténtica expresión comunicativa. El tango canción ya tiene fe de bautismo. Y hoy, transcurrido largamente el medio siglo, me toca a mí dudar si Gardel encontró en el tango canción recién aparecido la razón básica de su destino de cantor perdurable o si el tango canción nació porque había un Gardel para arrullarlo y apadrinarlo.
En menos de dos décadas la voz de Gardel dejó registrada, en un millar de grabaciones, la gama entera de temas que se le ofrecían en estrofas dulzonas, dramáticas o apicaradas. Fue un historiador inesperado y preciso de los sitios que conoció su pisada andariega. Su canto, una biografía melódica de calles ciudadanas, sendas camperas, gentes sin nombre, pintorescas idiosincrasias, pasiones humildes...
Más años de triunfos y repetidas giras se suceden por el Interior de nuestro país y países vecinos hasta que, en 1923, reclamado por la trascendencia de su fama, Carlos Gardel hace su primer viaje a Europa —con la compañía teatral Rivera De Rosas— y se presenta en Madrid. Posteriormente, en los años 1926, 1927 y 1929, desde escenarios de Madrid y Barcelona introduce la boga de los estribillos y modismos del tango porteño. Ya en 1928 ha repetido en París sus auspiciosas actuaciones de España, y volverá a la capital de Francia y extenderá sus presentaciones a la Costa Azul en 1929 y 1931, no teniendo solución de continuidad su labor fonográfica, que realiza, durante sus estadas, en salas de grabación de París y Barcelona. Disfruta de una credencial otorgada con largueza: es El Rey del Tango.
Esos viajes son alternativas de su indeclinable cosecha de halagos en la Argentina. En 1924 canta para un príncipe: Humberto de Savoia; en 1925 para otro principe: Eduardo de Windsor. Por conducto del nuevo milagro de la radiofonía adelanta en el éter el mensaje de sus cantos que luego se escribirán en las placas fónicas. Y su acendrada pasión por los pingos del hipódromo tuvo entonces culminante premio en la foja de un potrillo suyo, y se dio el lujo de gritar, ¡Leguisamo solo! en compás de dos por cuatro, porque el jóckey más apto iba en la montura de Lunático, el parejero que no necesitó ganar ninguna gran carrera para ser crack, porque ya lo era con tener semejante dueño.
En 1930, producido el advenimiento de la cinematografía sonora, Gardel realiza en Buenos Aires breves encuadres de canciones de su repertorio. Su aspiración al más allá de esos modestos retazos de celuloide, y será en París, en 1931, cuando en los estudios de Joinville, para el sello Paramount, efectúe su primera filmación formal de largo metraje: Luces de Buenos Aires y en 1932 Espérame, La casa es seria y Melodía de arrabal. El éxito es tan grande en todos los países de lengua española que la empresa gira copias a naciones de otros idiomas. Nadie se atrevería a elogiar francamente a Gardel como actor, pero en todas paises, y como antes en los escenarios de Europa, el cantor del Plata, manejando los resortes imponderables de la emoción amorosa, dolorida o nostálgica —desde el pliegue del ceño a la boca elocuente— establece una comunión entre los labios errátiles de la pantalla y los corazones palpitantes de los espectadores. Es común (y por cierto que ello sale de lo común) que en las salas se obligue al bis de las canciones y los operadores deban retroceder la proyección...
En noviembre de 1933 Gardel parte de Buenos Aires a París para no volver más. Meses antes, en el teatro Nacional, de la calle Corrientes, ha sido protagonista de un espectáculo integral, veinte años después de su presentación en el mismo tablado como fin de fiesta. La misteriosa mano del destino estaba cerrando la parábola porteña de este mimado del aplauso y del encomio. De París va a Nueva York. La cinematografía norteamericana ha puesto su decidida mirada experta en el astro del sur, que brilla en el firmamento de luces y sombras. Entre 1934 y 1935 Gardel filmó en los sets de Long Island (N.Y.) Cuesta abajo, El tango en Broadway, El día que me quieras, Tango Bar y una escena campera para la película-revista Cazadores de estrellas. Las canciones de estos films se respaldan en nutridas y bien concertadas orquestas; pero cuando Gardel resuelve con la empresa productora realizar una gira hispanoamericana de promoción, con actuaciones personales que apoyarán la exhibición de esas cintas, requiere a sus guitarristas de Buenos Aires, con cuyo acostumbrado acompañamiento siente realmente habilitada su más genuina expresión. Desde el primer día de abril de 1935 aclaman al Rey del Tango los públicos (o para mejor decir: las muchedumbres) de San Juan de Puerto Rico; de Caracas, y Maracaibo, en Venezuela; de Barranqullla, Cartagena, Medellín y Bogotá en Colombia. Toda la ilusión del cantor está puesta en la culminación de la gira en Buenos Aires; el retorno a su tierra querida... Pero volando de Bogotá a Cali, al reemprender viaje tras una escala horaria en Medellín, le sale aquí al cruce la muerte en la catástrofe aérea del 24 de junio.
A cuarenta años de su muerte, dejo trazada a largos rasgos la trayectoria artística de Gardel que, superando apenas dos décadas activas, se proyecta póstumamente a lo imperecedero. No hay en la vida del cantor una señalable pasión amorosa que desvíe nuestra atención hacia otra fase que la de su arte. En nuestra tierra no tuvieron asidero los atribuidos devaneos amatorios con aquella seductora Azucena Maizani del apogeo, su noble colega, fiel admiradora, afectuosa confidente. La rama publicitaria del cine yanqui intentó, vanamente, inventarle romances con las primeras figuras femeninas de sus filmes: Mona Maris, Rosita Moreno, Trini Ramos ... Si Gardel tuvo amores episódicos en su vida, no procedió con la fanfarronería de Don Juan, sino con la clase del arquetipo porteño que fue. En parla nuestra: no hizo bandera. Tuvo sí, dos amores profundos y declarados: su madre y la canción.
Era un hombre sencillo, cordial, generoso, campechano, que cantaba y sonreía. Y, sobre todo, que tenía ángel (Rubén Darío ha dicho: . . .además del cerdo y del cisne, que nos han adjudicado ciertos filósofos, tenemos el ángel. ¡Tener ángel, Dios mío!). Con ese ángel pasó Gardel por la vida. Y los milagros del film, del disco y la radiofonía —que la ya cotidiana genialidad inventora no nos deja comprender que son milagros— lo mantienen vivo y presente, cautivándonos con su ángel.
No digan más que es un mito, aunque lo digan con intención ditirámbica. Cómo ha de ser un mito el que sigue conservando la pinta que sueña cualquier cacatúa y con ella, año tras año, transita las telas plateadas de nuestra ciudad y de tantas ciudades; el que todos los días está cantando en los surcos magnéticos y el éter, y, por derecho propio de inigualable en lo suyo, ha desprovisto de hipérbole la afirmación de que cada día canta mejor.
MI PRIMER CASSETTE, COMPRADO POR ALLA, POR 1979, CON MIS APENAS 17 AÑOS, ESPERANDO SER SORTEADO, PARA LUEGO HACER EL DELEZNABLE SERVICIO MILITAR....
Mi vida es un mal folletín
CARLOS GARDEL; “El día que me quieras"
Biografiar a Gardel es tarea poco menos que imposible. Es cómo tratar de escribir la biografía de un personaje mitológico, y ya sabemos que los héroes no tienen historia. Es como contar la vida cotidiana de Tirant lo Blanc o de Hércules, en tanto planea o descansa de alguna de sus proezas. O, lo que es peor, como contar la vida privada de un santo, o de una gloria nacional. Porque, en estos casos, la ira de los feligreses es fácilmente excitable.
Al historiador le queda hacer comparecer a los dos ante el tribunal de la historia. Al decir los dos quiero decir: al hombre histórico y al mito. Al individuo biográfico y al tipo simbólico que habita la vaga región del inconsciente colectivo (lo inconsciente es siempre colectivo). Paralela a la vida “v i t a l”, anecdótica, de Carlos Gardel, hay su vida mitológica, en parte creada por la memoria retrospectiva —siempre mitificadora—, en parte elaborada por el propio cultivo del misterio, en gran parte fabricada por la industria del gardelismo, de la gardelofilia, de la gardelomanía, de las gardelopatías, de toda esa beatería gardelística que alimenta emociones y cuentas corrientes.
Cuando uno quiere hurgar en la vida de Gardel, se encuentra con grandes lagunas que han sido enturbiadas por la mitología o por la complicidad. Los que recuerdan, recuerdan solo un anecdotario rosa o pintoresco, invariablemente virtuoso y amable. Los documentos faltan o se contradicen. Tiene más que hacer un novelista biógrafo (como en una época lo eran Feucht- wanger, Maurois o Ludwig) que un biógrafo puntual y documentario. La imagen reminiscente de Gardel es la de un hombre que, invariablemente, era ejemplar las 24 horas del día: ejemplar su conducta con la gente, su actitud de artista, sus relaciones con la madre, su amor a la patria, hasta los sueños más, involuntarios y oscuros! Es una vida llena de luz y, por lo mismo, carente de cuerpo, la trayectoria de un beato a quien nunca tentó el Demonio.
Pero están las entretelas, la contrafaz necesaria de toda leyenda. No hay personaje célebre de quien no se haya ensalzado lo prototípico de sus virtudes, y, a la vez, de quien no se hayan susurrado las especies más tenebrosas. La leyenda tiene dos aureolas la una dorada la otra negra. Hay que acudir, una vez más, a Freud: toda palabra, en su profundidad latente y entrañable, suele significar lo contrario —y complementario— de lo que significa en su superficie visible. Igualmente, todo lo sagrado es, ambiguamente, inmundo. Los aztecas consagraban a sus dioses el adolescente más bello de la ciudad, lo halagaban con el trato más placentero, y lo sacrificaban de la manera más atroz, abriéndole el pecho y extrayéndole el corazón todavía palpitante. En muchos templos de la antigua Mesopotamia, junto al capítulo de sacerdotes y sacerdotisas, funcionaban burdeles.
En esto Gardel no es distinto de cualquier otro personaje expectable de la historia. Parece que ser excepcional autoriza a estar más allá del bien y del mal, en un mundo donde se transgrede la mediocridad y también lo permisible. Pero hay un doble elemento más que enriquece lo mitológico de Gardel, y es que haya habido la mediación del misterio en los dos momentos más incitantes al mito que tiene la vida humana: el nacimiento y la muerte.
El momento y el lugar de su nacimiento, su filialidad, su ascendencia, las razones y motivos que hayan impedido un saber cierto acerca de estos extremos: he allí el primer capitulo de la aurinegra leyenda gardeliana. Algunos la resuelven por la novela: era francés, venía del país del arte y del rufianismo. Otros, por el folletín: era un hijo oculto de personajes alto-burgueses, entre ellos una dama libertina y piadosa que elevaba palacios en la plaza San Martín y donaba grandes sumas para la construcción de basílicas, a fin de ser absuelta de sus deslices, Porteños y uruguayos protestan contra esta literatura, y sostienen que era criollo. Sobre todo en Montevideo, donde vivió etapas fundamentales de su vida, y donde todavía hay viejos que recuerdan “haberle pagado un café con leche a Carlitos”, en los años de mala.
Hay un punto en que la leyenda y la biografía confluyen, y es cuando Gardel se íntegra con el gran flujo ascendente del tango admitido por la cultura oficial, o sea a mediados de la década del 10. Ya en esta época no importa quién era Gardel, cuál identidad podía atribuírsele, ni de dónde venía. También el tango tenia un prontuario’ que nacía en los prostíbulos para soldados, de las casas de baile del bajo fondo (el barrio del Parque) de los viejos cultos afroamericanos, procaces y sagrados, habidos en el barrio del Mondongo. Gardel alcanza el momento en que el tango llega al varíete del centro, a la revista, al lujoso cabaret, al disco y a la radio. Es el gran momento en que el arte inmigratorio se cristaliza, alza sus academias y eleva sensiblemente su nivel de calidad técnica.
En esta era que, alguna vez denominé “canónica” del tango, el rol de Gardel es el de escribir el capítulo de lo clásico en cuanto a tango cantado. El es quien consagra el tipo de cantor atenorado, la voz “de cabeza”, un tanto nasal, en que se mezclan las reminiscencias del cantante de canzonetas y del de romanzas de music hall. Además, él venía de la otra vertiente del tango cantado, la payadores: el cantar por cifra, de raigambre hispanocriolla, el antecesor de la milonga en los campos porteños. Esta tradición del cantor de tangos hermano del romancista y del tenor de opereta, se prolonga sin excepciones hasta Edmundo Rivero, que introduce el registro del bajo en el canto tangüero.
Aparte de lo estrictamente lírico, Gardel consagra los estilos internos del canto: el tango humorístico, el descriptivo, el dramático, el meramente melódico, etc. No todo es lo mismo, sobre todo teniendo en cuenta que alternan los niveles de lenguaje. El tango ocupa un espectro lingüístico que va desde el más pulcro modernísimo (con blondas señoritas que leen poemas junto a los lagos y bajo las rosaledas, para morir tísicas en un boulevard del sixiéme arrondissément) hasta el más estricto lufardismo (con mecheras que yugan de quemeras y cafiolos vidalitas, en una mélange de caña y gin fizz).
Si no hubiéramos hecho de Gardel ese santón laico de los arrabales, nos habríamos quedado con lo mejor que tiene su humanidad; su arte de cantor, su aporte de clásico al arte de interpretar el tango, que lo cuenta entre los iniciadores, entre los canónigos fangueros, como lo son Julio De Caro en cuanto a lo orquestal y Pascual Contursi en cuanto a lo literario. Lo tendríamos instalado en el corazón de la primera gran época del tango, el 20, con su colorida cultura de cabaret, y la primera eclosión de la letrística, en que, junto a los primitivos, ya aparecen los nombres de quienes protagonizarán la renovación literaria del 40: Manzi, Discépolo, Cátulo.
Lo tendríamos, también, engrosando el flujo del arte particular rioplatense, caracterizado por la hibridación de los elementos, por la desafiante mezcla de vertientes que afluyen a los puertos atlánticos desde Europa. Acá no hubo respeto por mantener puras las tradiciones inmigratorias: el aluvión mezcló y revolvió todo, dando como resultado esos frutos óptimos que son el sainete, el grotesco, la poesía lunfarda, la novela social a medias folletinesca y el tango, último pero no menos.
Después está el Gardel actor de cine, que es el Gardel que menos importa. Para llegar a los públicos latinoamericanos, se expide en un español químicamente puro, que excluye los localismos y pierde carácter. Es la época culterana de los versos de Le Pera, correctos e impersonales, y del Gardel actor de la palabra hablada, que solía ser calamitoso.
Este Gardel, por su parte, está ligado al elemento más cuestionable de la poesía del tango, y es el Gardel personaje cinematográfico, Normalmente, él es el cantor exitoso, que se vuelve rico lejos de Buenos Aires y actúa en shows que exigen mezclar el gacho gris con los chiripás de seda, las solapas del smoking con el chimango suburbano. Con este atuendo, desde los grandes cabarets y transatlánticos de lujo, le aconseja a la pebeta de barrio que no haga como él, que se conforme con un buen partido del lugar, sin abandonar el patio y la viejita santa, pues el centro, con sus luces malas, lleva a la perdición.
Por fin, la muerte. Como adelanté, ella se inscribe en el misterio, lo mismo que su nacimiento. No sabemos cómo murió, por qué, por un tiempo hemos sospechado que no había muerto. Como los héroes legendarios, que pasan por el estado de catábasis, descienden a los infiernos y renacen.
El transporte de sus restos, su velorio con quejumbrosos bandoneones de fondo, su entierro multitudinario, eran las exequias de una mitología.
Todo un pueblo de humildes elevaba la vista hacia el cielo del éxito, la riqueza y el poder, entre cuyas escasas estrellas brillaba la gardeliana. Nosotros no llegamos, ni llegaremos nunca; él llegó por nosotros.
Prefiero la histórica humanidad de Gardel a su mítica heroicidad.