Seccion Libros - LIBRO 010:
Luis Albertro Spinetta - "Grandes Chicos"
Album Que Acompaña Este Posteo
Luis Alberto Spinetta - 2003 - Para los Arboles
Luis Albertro Spinetta - "Grandes Chicos"
Album Que Acompaña Este Posteo
Luis Alberto Spinetta - 2003 - Para los Arboles
Aparece publicado en un proyecto de Juan Pablo Sorin
Llamado: GRANDES CHICOS
Sólo los pasos
por la selva violeta
de un niño descalzo
buscando ya lejos del mundo
una voz
que le hable su lengua
y le diga su tierra y su cielo
Sin estar perdido, sin estar distraído, aún sin haber descansado, este niño juega con la realidad de la selva plena de diversidad. Del sin asombro a La muerte repentina, no hay sino un corto paso aquí. Sin embargo, el lugar no podría ser más hermoso. El mar confluyendo hacia la hondonada de La jungla. Río salado y luego dulce de la montaña lejana. Mundos que convergen sin prisa, pero de manera eterna. / así de nuevo, con el oleaje de los días que no tienen respiro, ni parecieran tener finali¬dad alguna, la vida aquí construye al niño descalzo embebido en la constante del cielo y la tierra.
Su mirada no se detiene ante la tempestad o la mansedumbre. Los días son iguales cambiando interminablemente. El ser se dispone a saber, saber que se es la selva tanto como el agua o los juncos azulados que terminan casi dentro del pequeño arroyo. Hay un lugar de verdadera quietud donde la existencia carece de intelecto. Instintivamente las palmas de sus manos intentarán rastrear el viento y los latidos del horizonte de frondosos dibujos, y su movimiento es oración tanto como señal al universo. El propio conocimiento sabe el lugar y la arquitectura de la razón que éste imprime en el alma.
Siento cierta conmoción al pensar en esto. Lo veo a Oti Bel. el niño delfín de agua dulce guiado hacia su destino.
Ahora, las tenues luces del amanecer se han transformado ya en pleno día, dispuesto a consumir las almas de la tierra en su ciclo demencial. atendiendo a los desvanecimientos humanos como un preciso reloj que todo lo puede.
Para Oti Bei, cualquiera de las rutas que elija lo conducirá a su aldea. Y mañana volverá a internarse, como hoy. en la jungla, o caminará por la playa, o estará en el río o el arroyo, o en las dunas más allá de las altas rocas que hay en el extremo de la costa. De pronto, el cielo es de un azul muy intenso y lleno de luminosidad. Cruza un águila, Oti Bei la advierte de inmediato, parpadeando al oír el aleteo avisador. Mientras el dibujo de sus alas en triángulo perfecto la frenan apenas antes de retomar el vuelo, el águila dobla, y. abajo, punzante, el suelo aguarda un instante, casi sin latir. con la quietud que suele preceder al peligro. Oti Bei se detiene; inmediatamente sabe que está ante una enemiga mortal. Es una serpiente mamba negra muy venenosa que Lo amenaza con sibilancia aterradora. No es demasiado grande, pero sus oscuros dibujos indican claramente que se trata de una depredadora letal, y la ferocidad de su quejido es más que una advertencia para el niño.
Oti Bei se detiene y el pelo se le eriza. Está completamente electrificado. Sus pequeñas narinas se han abierto al máximo, como si quisiera oler la realidad misma. Es un instante crucial y sabe que ésta es una prueba de vida o muerte.
En el convencimiento de vivir en este paraíso, bajo este cielo azul tan inmenso, apenas surgido de la penumbrosa selva, y sólo por un segundo, resulta imposible reflejar la violencia de la escena, en la que nuestro niño enfrenta a la muerte y tras avisar, súbitamente, el águila ha desaparecido.
Algunas águilas temen acercarse a cazar estos reptiles. Ellas sólo avisan el lugar exacto, con sus alas abiertas que hacen de punta de flecha que señala el piso.
Los aborígenes de la aldea de Oti Bel no tienen miedo a ninguna criatura de la selva. ni siquiera les temen a las arañas más venenosas, pero sólo alguien muy experimentado puede saber que el águila avisará sabiamente.
El día, que recién ardía, ahora parece congelado. No se percibe brisa alguna, y las aves misteriosamente, se han silenciado.
De inmediato me imagino el miedo de los niños cuando la ciudad en la que viven es bombardeada día y noche. Veo un niño abandonado que se oculta de las bombas olvidándose del propio deseo de salvarse. Esto es desde una perspectiva totalmente lejana al drama que observo ahora en este Edén, y por supuesto, ambas situaciones suceden en el mismo planeta.
Si sorpresivamente la mamba atacara a Oti Bei desprevenido, la consecuencia de su tarascón sería la inmediata muerte, es decir, lo opuesto a lo que pasa en estos momentos por su mente. Éste y aquél son el mismo niño en esencia, como un niño de Chernobyl. u otro de un pueblo intoxicado de tecnología, o infectado de odio religioso. Siempre se ve. creo, como la representación del ser indefenso enfrentando a un terrible mal.
Así. en este momento inmóvil, los ojos de nuestro niño se compenetran en la serpiente, que grilla entre la vegetación como una lonja negra y plateada. La vara de Oti Bei. sabiamente, se alza y cambia de posición, y la serpiente se yergue. a su vez. chillando brevemente.
En el rostro del niño no hay mueca alguna. Su pensamiento, agudo sendero hacia todos los sitios, recorre rápidamente las imágenes de su aldea y la gente de la tribu, sus lugares favoritos, su cama de estera, sus pequeñas plumas. Acaso si fuera picado por la mamba dejaría de verlo todo para siempre. Las niñas y niños de la aldea, los paisajes, los pájaros, las orquídeas, el oleaje. Todo.
En el torbellino de estos pensamientos, Oti Bei ni siquiera pestañea. Su corazón late apresuradamente.
Tiene ante sí a un animal a la vez mortífero y sagrado, al cual la tribu respeta desde tiempos remotos. Entonces, los sabios de la población conocían el lenguaje para hablar con las serpientes y los demás animales de la selva. Oti Bei levanta aun más su vara. Su movimiento es tan lento que la serpiente, demasiado concentrada, no alcanza a percibirlo, y sólo enfoca con sus ojos sin descanso la punta del palo, punta negra curada desde hace tiempo por el mismo suelo. Por encima de su cabeza, Oti Bei siente una bandada de unas pequeñas aves que se animan a cruzar el lugar. Sin embargo, la tensión del momento es tan fuerte que impide la respiración.
Serpiente y niño se miran acechantes. La vara negra de Oti Bei se ha detenido ahora casi por encima de la cabeza de la mamba, pero como a un metro de ella. Es un instante interminable.
Rara vez un niño de su edad se encuentra solo ante una serpiente tan venenosa. De pronto, como un rayo, el reptil se precipita hacia adelante arqueándose con extrema ferocidad sobre la punta de la vara, pero Oti Bei, con un movimiento de látigo, ensarta la garganta de La mamba. Ha sido una asombrosa maniobra de espadachín, y la mamba, atragantada, comienza a chillar y muerde neuróticamente la dura madera, mojándola varias veces con su letal veneno.
El movimiento del palo ha sido tan exitoso que la serpiente, al retorcerse, más lo va tragando, a la vez, con los pequeños y violentos puntazos que Oti Bei aplica en el aire, increíblemente atento.
La mamba está alterada. Ha quedado en silencio y sólo la parte posterior de su cuerpo logra moverse, paralizada por la vara a la que ha tragado bastante. Pareciera que, bajo el sol abrasador y la relativa proximidad de los árboles, se ha recuperado parte del ruido, como si todo fuera a proseguir como siempre. Pero Oti Bei siente la sal de una gota de sudor de su cabeza renegrida que baja hasta la comisura de sus labios. Su miedo, ahora, balancea la habilidad casi mágica con la que acaba de detener a la serpiente.
Otra veloz bandada de pequeños loros cruza el aire gritando desde lo alto. Pero lo que ahora gritan es el alerta de muerte para la mamba negra y no el festejo por el espectáculo que ha brindado Oti Bei.
Irguiendo el trofeo con su vara, el niño delfín hablará largamente con la serpiente agonizante. Con el correr de las horas, y ya cerca de los bambúes que protegen a la aldea del viento, el niño despedirá con un melancólico canto a la mamba cautiva, que ya rendida, ha tragado más de la cruel madera, muriendo.
El niño llora por ella, ahora. También lo hace por la emoción de recordar el momento de terror vivido.
La aldea entera se ha acercado a ver la mamba inerme como un fino guante sobre la vara de Oti Bei. Con el correr de las semanas, comenzarán las deliberaciones de los sabios de la tribu. Consideran la captura de la serpiente como un milagro muy importante. Querrán escribir la historia a la manera de una nueva leyenda para su pueblo, para las futuras generaciones.
Su vara será objeto de constante observación y se le rendirá culto, tal como se les rinde a las canoas con las que los pescadores se animan a las aguas más allá de la rompiente.
La piel del reptil quedará guardada en la choza reservada junto a los innumerables hallazgos y objetos rituales de su tradición.
Oti Bei, el niño que se ha convertido en héroe mítico, cumplirá apenas nueve años.
Cuando sea mayor de edad, quizá sea jefe de su grupo y, por supuesto, de ahora en más será acompañado a sus paseos por la selva al menos por un joven guerrero, como un pequeño príncipe. El guerrero deberá recopilar cada suceso, para poder así relatar al regreso el curso de la caminata. El acompañante deberá, además, obedecerle y "aprender los pases mágicos" que Oti Bei realice con su vara, como cuando caza los peces que caen al arroyo, que ahora ya no será un lugar tan secreto.
Preciosas horas en la vida de un niño atravesando la diversidad de estos parajes, ahora resplandecientes desde aquí.
Vida ignorada. Magia oculta a los ojos del resto del mundo. Esfuerzo sin recompensa de una cultura en acción, como tantas otras.
El bosque perece levemente entre sus colores hacia la llegada de una profunda y lluviosa noche selvática. El bramido de las intensas ráfagas de agua desarma todos los complicados ruidos de la jungla en la quietud de época seca.
El mar, por otro lado, amenaza a veces con desatarse como un manto gigante sobre toda La floresta costera que protege la aldea y las pequeñas embarcaciones. Hay noches durante la temporada de lluvia en las que ésta para brevemente y los sonidos del bosque parecen volver a la vida y el espumoso oleaje genera una asombrosa fosforescencia.
En este lento espejismo sonoro, oigo con mi imaginación los relatos de Oti Bei, innumerables veces repetidos ante los oídos de los ancianos de la tribu.
La bruma de la selva y el río que llega de más allá y el salitre que aqueja la corteza de los árboles costeros, ya han descendido sobre la aldea.
Alguna tempestad lejana desprende rayos que caen al horizonte tímidamente, apenas un instante, dibujando las espesas nubes. La hojarasca húmeda se ha detenido, y algunos gritos y chillidos aseguran la persistencia de los hombres y los animales. El fuego de la aldea y el estrellar de tas olas contra la breve playa son de un mismo resplandor nocturno.
Oti Bei duerme. Su oscuro cuerpo se recorta patentemente contra la estera clara que es su lecho. Mañana retomará la aventura, descubrirá un nuevo secreto.
Sólo los pasos
por la selva violeta
de un niño descalzo
buscando ya lejos del mundo
una voz
que le hable su lengua
y le diga su tierra y su cielo
Su mirada no se detiene ante la tempestad o la mansedumbre. Los días son iguales cambiando interminablemente. El ser se dispone a saber, saber que se es la selva tanto como el agua o los juncos azulados que terminan casi dentro del pequeño arroyo. Hay un lugar de verdadera quietud donde la existencia carece de intelecto. Instintivamente las palmas de sus manos intentarán rastrear el viento y los latidos del horizonte de frondosos dibujos, y su movimiento es oración tanto como señal al universo. El propio conocimiento sabe el lugar y la arquitectura de la razón que éste imprime en el alma.
Siento cierta conmoción al pensar en esto. Lo veo a Oti Bel. el niño delfín de agua dulce guiado hacia su destino.
Ahora, las tenues luces del amanecer se han transformado ya en pleno día, dispuesto a consumir las almas de la tierra en su ciclo demencial. atendiendo a los desvanecimientos humanos como un preciso reloj que todo lo puede.
Para Oti Bei, cualquiera de las rutas que elija lo conducirá a su aldea. Y mañana volverá a internarse, como hoy. en la jungla, o caminará por la playa, o estará en el río o el arroyo, o en las dunas más allá de las altas rocas que hay en el extremo de la costa. De pronto, el cielo es de un azul muy intenso y lleno de luminosidad. Cruza un águila, Oti Bei la advierte de inmediato, parpadeando al oír el aleteo avisador. Mientras el dibujo de sus alas en triángulo perfecto la frenan apenas antes de retomar el vuelo, el águila dobla, y. abajo, punzante, el suelo aguarda un instante, casi sin latir. con la quietud que suele preceder al peligro. Oti Bei se detiene; inmediatamente sabe que está ante una enemiga mortal. Es una serpiente mamba negra muy venenosa que Lo amenaza con sibilancia aterradora. No es demasiado grande, pero sus oscuros dibujos indican claramente que se trata de una depredadora letal, y la ferocidad de su quejido es más que una advertencia para el niño.
Oti Bei se detiene y el pelo se le eriza. Está completamente electrificado. Sus pequeñas narinas se han abierto al máximo, como si quisiera oler la realidad misma. Es un instante crucial y sabe que ésta es una prueba de vida o muerte.
En el convencimiento de vivir en este paraíso, bajo este cielo azul tan inmenso, apenas surgido de la penumbrosa selva, y sólo por un segundo, resulta imposible reflejar la violencia de la escena, en la que nuestro niño enfrenta a la muerte y tras avisar, súbitamente, el águila ha desaparecido.
Algunas águilas temen acercarse a cazar estos reptiles. Ellas sólo avisan el lugar exacto, con sus alas abiertas que hacen de punta de flecha que señala el piso.
Los aborígenes de la aldea de Oti Bel no tienen miedo a ninguna criatura de la selva. ni siquiera les temen a las arañas más venenosas, pero sólo alguien muy experimentado puede saber que el águila avisará sabiamente.
El día, que recién ardía, ahora parece congelado. No se percibe brisa alguna, y las aves misteriosamente, se han silenciado.
De inmediato me imagino el miedo de los niños cuando la ciudad en la que viven es bombardeada día y noche. Veo un niño abandonado que se oculta de las bombas olvidándose del propio deseo de salvarse. Esto es desde una perspectiva totalmente lejana al drama que observo ahora en este Edén, y por supuesto, ambas situaciones suceden en el mismo planeta.
Si sorpresivamente la mamba atacara a Oti Bei desprevenido, la consecuencia de su tarascón sería la inmediata muerte, es decir, lo opuesto a lo que pasa en estos momentos por su mente. Éste y aquél son el mismo niño en esencia, como un niño de Chernobyl. u otro de un pueblo intoxicado de tecnología, o infectado de odio religioso. Siempre se ve. creo, como la representación del ser indefenso enfrentando a un terrible mal.
Así. en este momento inmóvil, los ojos de nuestro niño se compenetran en la serpiente, que grilla entre la vegetación como una lonja negra y plateada. La vara de Oti Bei. sabiamente, se alza y cambia de posición, y la serpiente se yergue. a su vez. chillando brevemente.
En el rostro del niño no hay mueca alguna. Su pensamiento, agudo sendero hacia todos los sitios, recorre rápidamente las imágenes de su aldea y la gente de la tribu, sus lugares favoritos, su cama de estera, sus pequeñas plumas. Acaso si fuera picado por la mamba dejaría de verlo todo para siempre. Las niñas y niños de la aldea, los paisajes, los pájaros, las orquídeas, el oleaje. Todo.
En el torbellino de estos pensamientos, Oti Bei ni siquiera pestañea. Su corazón late apresuradamente.
Tiene ante sí a un animal a la vez mortífero y sagrado, al cual la tribu respeta desde tiempos remotos. Entonces, los sabios de la población conocían el lenguaje para hablar con las serpientes y los demás animales de la selva. Oti Bei levanta aun más su vara. Su movimiento es tan lento que la serpiente, demasiado concentrada, no alcanza a percibirlo, y sólo enfoca con sus ojos sin descanso la punta del palo, punta negra curada desde hace tiempo por el mismo suelo. Por encima de su cabeza, Oti Bei siente una bandada de unas pequeñas aves que se animan a cruzar el lugar. Sin embargo, la tensión del momento es tan fuerte que impide la respiración.
Serpiente y niño se miran acechantes. La vara negra de Oti Bei se ha detenido ahora casi por encima de la cabeza de la mamba, pero como a un metro de ella. Es un instante interminable.
Rara vez un niño de su edad se encuentra solo ante una serpiente tan venenosa. De pronto, como un rayo, el reptil se precipita hacia adelante arqueándose con extrema ferocidad sobre la punta de la vara, pero Oti Bei, con un movimiento de látigo, ensarta la garganta de La mamba. Ha sido una asombrosa maniobra de espadachín, y la mamba, atragantada, comienza a chillar y muerde neuróticamente la dura madera, mojándola varias veces con su letal veneno.
El movimiento del palo ha sido tan exitoso que la serpiente, al retorcerse, más lo va tragando, a la vez, con los pequeños y violentos puntazos que Oti Bei aplica en el aire, increíblemente atento.
La mamba está alterada. Ha quedado en silencio y sólo la parte posterior de su cuerpo logra moverse, paralizada por la vara a la que ha tragado bastante. Pareciera que, bajo el sol abrasador y la relativa proximidad de los árboles, se ha recuperado parte del ruido, como si todo fuera a proseguir como siempre. Pero Oti Bei siente la sal de una gota de sudor de su cabeza renegrida que baja hasta la comisura de sus labios. Su miedo, ahora, balancea la habilidad casi mágica con la que acaba de detener a la serpiente.
Otra veloz bandada de pequeños loros cruza el aire gritando desde lo alto. Pero lo que ahora gritan es el alerta de muerte para la mamba negra y no el festejo por el espectáculo que ha brindado Oti Bei.
Irguiendo el trofeo con su vara, el niño delfín hablará largamente con la serpiente agonizante. Con el correr de las horas, y ya cerca de los bambúes que protegen a la aldea del viento, el niño despedirá con un melancólico canto a la mamba cautiva, que ya rendida, ha tragado más de la cruel madera, muriendo.
El niño llora por ella, ahora. También lo hace por la emoción de recordar el momento de terror vivido.
La aldea entera se ha acercado a ver la mamba inerme como un fino guante sobre la vara de Oti Bei. Con el correr de las semanas, comenzarán las deliberaciones de los sabios de la tribu. Consideran la captura de la serpiente como un milagro muy importante. Querrán escribir la historia a la manera de una nueva leyenda para su pueblo, para las futuras generaciones.
Su vara será objeto de constante observación y se le rendirá culto, tal como se les rinde a las canoas con las que los pescadores se animan a las aguas más allá de la rompiente.
La piel del reptil quedará guardada en la choza reservada junto a los innumerables hallazgos y objetos rituales de su tradición.
Oti Bei, el niño que se ha convertido en héroe mítico, cumplirá apenas nueve años.
Cuando sea mayor de edad, quizá sea jefe de su grupo y, por supuesto, de ahora en más será acompañado a sus paseos por la selva al menos por un joven guerrero, como un pequeño príncipe. El guerrero deberá recopilar cada suceso, para poder así relatar al regreso el curso de la caminata. El acompañante deberá, además, obedecerle y "aprender los pases mágicos" que Oti Bei realice con su vara, como cuando caza los peces que caen al arroyo, que ahora ya no será un lugar tan secreto.
Preciosas horas en la vida de un niño atravesando la diversidad de estos parajes, ahora resplandecientes desde aquí.
Vida ignorada. Magia oculta a los ojos del resto del mundo. Esfuerzo sin recompensa de una cultura en acción, como tantas otras.
El bosque perece levemente entre sus colores hacia la llegada de una profunda y lluviosa noche selvática. El bramido de las intensas ráfagas de agua desarma todos los complicados ruidos de la jungla en la quietud de época seca.
El mar, por otro lado, amenaza a veces con desatarse como un manto gigante sobre toda La floresta costera que protege la aldea y las pequeñas embarcaciones. Hay noches durante la temporada de lluvia en las que ésta para brevemente y los sonidos del bosque parecen volver a la vida y el espumoso oleaje genera una asombrosa fosforescencia.
En este lento espejismo sonoro, oigo con mi imaginación los relatos de Oti Bei, innumerables veces repetidos ante los oídos de los ancianos de la tribu.
La bruma de la selva y el río que llega de más allá y el salitre que aqueja la corteza de los árboles costeros, ya han descendido sobre la aldea.
Alguna tempestad lejana desprende rayos que caen al horizonte tímidamente, apenas un instante, dibujando las espesas nubes. La hojarasca húmeda se ha detenido, y algunos gritos y chillidos aseguran la persistencia de los hombres y los animales. El fuego de la aldea y el estrellar de tas olas contra la breve playa son de un mismo resplandor nocturno.
Oti Bei duerme. Su oscuro cuerpo se recorta patentemente contra la estera clara que es su lecho. Mañana retomará la aventura, descubrirá un nuevo secreto.
Sólo los pasos
por la selva violeta
de un niño descalzo
buscando ya lejos del mundo
una voz
que le hable su lengua
y le diga su tierra y su cielo
por la selva violeta
de un niño descalzo
buscando ya lejos del mundo
una voz
que le hable su lengua
y le diga su tierra y su cielo
01. Luis Alberto Spinetta - Sin abandono (5:17)
02. Luis Alberto Spinetta - Cisne (5:49)
03. Luis Alberto Spinetta - Halo lunar (5:36)
04. Luis Alberto Spinetta - Yo miro tu amor (3:27)
05. Luis Alberto Spinetta - A su amor, allí (4:43)
06. Luis Alberto Spinetta - Agua de la miseria (5:55)
07. Luis Alberto Spinetta - Dos murciélagos (4:04)
08. Luis Alberto Spinetta - Vidamí (3:11)
09. Luis Alberto Spinetta - Ciénaga dorada (4:27)
10. Luis Alberto Spinetta - Néctar (5:29)
11. Luis Alberto Spinetta - El lenguaje del cielo (4:34)
12. Luis Alberto Spinetta - Tu cuerpo mediodía (2:05)
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