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domingo, 20 de marzo de 2022
6330 - Interpretes Varios - 1976 - American Graffiti Vol.3
6329 - Interpretes Varios - 1975 - More American Graffiti
A3 - Larry Williams – Bony Maronie - 2:55
A4 - Betty Everett – Shoop Shoop Song (It's In The Kiss) - 2:14
A5 - Dion And The Belmonts – Teenager In Love - 2:34
A6 - Little Richard – Ready Teddy - 2:05
B2 - Brenda Lee – I'm Sorry - 2:40
B3 - Cadillacs, The – Speedo - 2:21
B4 - Gene Chandler – Duke Of Earl - 2:11
B5 - Buddy Holly – Peggy Sue - 2:28
B6 - Danleers, The – One Summer Night - 2:28
C2 - Crows, The – Gee - 2:15
C3 - Carl Dobkins Jr. – My Heart Is An Open Book - 2:05
C4 - Buddy Holly And Crickets, The – Oh, Boy! - 2:07
C5 - Tune Weavers, The – Happy Happy Birthday Baby - 2:15
C6 - Kingsmen, The – Louie, Louie - 2:42
C7 - Carole King – It Might As Well Rain Until September - 2:06
D2 - Jerry Butler – He Will Break Your Heart - 2:42
D3 - Platters, The – Twilight Time - 2:49
D4 - Little Richard – Tutti Frutti - 2:23
D5 - Shirelles, The – Will You Still Love Me Tomorrow - 2:54
D6 - Dubs, The – Could This Be Magic - 2:17
6328 - César Isella - 1984 - Frágil Amanecer
6326 - Duke Ellington - 1967 - Original Album Classics Such Sweet Thunder
EJ Hobsbawm.
Entre las grandes figuras de la cultura del siglo xx, Edward Kennedy Ellington es una de las más misteriosas. A juzgar por lo que dice el excelente libro de James Lincoln Collier, debe de ser también una de las menos agradables: frío con su hijo, despiadado en su trato con las mujeres y sin escrúpulos que le impidieran usar la obra de otros músicos. Pero es innegable que ejercía una extraordinaria fascinación en las personas a las que trataba mal y a las que era leal al mismo tiempo, entre ellas las que se dejaron dominar por él, esto es, la mayoría de sus colegas y amantes.
No había nada descarado en una conducta
que a los observadores imparciales debía de parecerles atroz. Era la antítesis
de los camorristas que durante breves períodos formaron parte de tantas
orquestas de su época, incluida la suya, aunque su costumbre de robar las
melodías de sus músicos y, de vez en cuando, sus mujeres debía de poner a
prueba la paciencia incluso de los más plácidos entre ellos. Sin embargo, que
se sepa, las únicas personas que llegaron a amenazarle con un cuchillo o un
arma de fuego fueron algunas de sus esposas legales o defacto, a las que había
provocado más de lo suficiente para ello.
De hecho, nada era obvio en Duke Ellington el hombre, excepto la máscara que siempre llevaba en público y detrás de la cual se ocultaba su personalidad: la de hombre de mundo, afable, guapo y seductor que se comunicaba con su público, y es muy probable que con sus conquistas femeninas —sorprendentemente numerosas—, por medio de insulsas frases de adulación y cariño («Os amo locamente»). La autobiografía que escribió poco antes de morir, Music Is My Mistress,1 es un documento muy poco informativo además de llevar un título que no es apropiado. Porque si bien es probable que despreciara y tratara de subyugar a sus amantes, o, mejor dicho, a todas las mujeres excepto a su madre y a su hermana, a las que idealizaba y consideraba asexuadas —al menos esta es la opinión de su humillado hijo—,2 su relación con la música era totalmente distinta. Aun así, la música no era su mistress* en el sentido original de alguien que ejerce dominio. A Ellington le gustaba dominar siempre él.
* Además de «querida», mistress significa «ama». (N. del t.)
De hecho, en esto radica la esencia del
misterio que James Lincoln Co- llier ha tratado de elucidar en su libro. Porque
Ellington, al que, con Charles Ives, se ha considerado la figura más importante
de la música estadounidense,3 no se ajusta en absoluto a la idea convencional
que se tiene del «artista», del mismo modo que sus producciones improvisadas no
se ajustan al concepto tradicional de la «obra de arte». Da la casualidad de
que Ellington, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos del jazz, se
consideraba «artista» en este sentido y componía «obras» para la sala de
conciertos, donde se interpretaban periódicamente. El concepto del «gran
artista» era conocido en el entomo de clase media negra de los Ellington, que
Collier insiste con razón en que era importante, mientras que no tenía ningún
sentido para alguien como Louis Armstrong, que procedía de un mundo con menor
conciencia de su propia identidad y absolutamente ajeno a la burguesía.
Cuando Ellington, en su triunfante visita
a Inglaterra en 1933, descubrió que para los intelectuales británicos no era un
simple director de orquesta, sino un artista como Ravel o Delius, adoptó el
papel de «compositor» tal como él lo concebía. Sin embargo, apenas nadie afirma
que la reputación de Ellington es fruto de las treinta y pico deslavazadas
minisuites de música de programa, y todavía menos de los «conciertos sacros» a
los que dedicó gran parte de sus últimos años. Como compositor ortodoxo,
Ellington sencillamente no merece una calificación muy alta.
Y, sin embargo, es indudable que el conjunto de su obra jazzística, que, como dice Collier, «incluye cientos de composiciones completas, muchas de ellas casi perfectas», es uno de los principales logros de la música —cualquier música estadounidense— de su era (1899-1974). Y también es indudable que, de no ser por Ellington, esta música no existiría, aun cuando cada página del libro de Collier, que es una mezcla de admiración y des- mitificación, da fe de sus deficiencias musicales. Ellington era un pianista bueno pero no brillante. Carecía tanto de un conocimiento técnico de la música como de la autodisciplina necesaria para adquirirlo. Le costaba leer partituras, y no digamos las que eran muy complejas. En cuanto a arreglos y asesoramiento musical, a partir de 1939 se apoyó mucho en Billy Stray- hom, que era su alter ego, llevaba la orquesta y se convirtió en una especie de hijo adoptivo. Strayhom, que tenía formación musical y una elegancia inmensa, estaba más capacitado para leer una partitura y saber cómo sonaría la música.
Aparte de algunos consejos prácticos que en los años veinte le dieron músicos negros profesionales con estudios musicales como Will Vodery, el director musical de Ziegfeld, Ellington aprendió casi todo lo que sabía por medio de pruebas prácticas. Era demasiado perezoso, y quizá no era suficientemente intelectual, para leer mucho, y tampoco escuchaba con atención la música de los demás. Ni siquiera, si hemos de dar crédito a Collier, se esforzaba de manera especial por encontrar a los músicos más indicados para su orquesta, sino que llenaba las vacantes con los primeros músicos que se presentaban y que le parecían vagamente apropiados, aunque esto no explica tes majestuosas secciones de metal y de instrumentos de lengüeta que su orquesta tuvo entre finales de los años veinte y comienzos de los cuarenta. Desde luego, no era un gran compositor de canciones y Collier demuestra que de todas las piezas en que se basa la reputación de Ellington —así como los derechos de autor de la ASCAP—* como autor de canciones, parece ser que únicamente «Solitude» es exclusivamente suya. En lo que se refiere a las demás, en el mejor de los casos fue un colaborador y, en el peor, sólo el arreglista de una versión orquestal de la melodía.
* Acrónimo de la American Society of Composers, Authors and Publishers. (N. del t.)
Y como mínimo uno de los músicos de su
orquesta le dijo, en un momento característico de mutua irritación: «No te
considero compositor. Eres un recopilador».
En último lugar, y tal vez lo más
desfavorable de todo, está la observación justificada de Collier en el sentido
de que ni tenía el talento, el «don natural en bruto», de otros grandes músicos
de jazz ni fue «atraído ni, de hecho, empujado, al [jazz] por una sensibilidad
intensa por la música en sí». A diferencia de muchos otros grandes músicos de
jazz, prometió poco hasta que tuvo casi treinta años y no empezó a hacer sus
mejores obras hasta cumplidos los cuarenta.
En esto radica el principal interés del libro de Collier. En líneas generales, sus juicios no son nuevos. Desde hace mucho tiempo se acepta que Ellington era fundamentalmente un músico improvisador cuyo «instrumento era toda una orquesta», y que ni tan sólo podía pensar en su música excepto por medio de las voces de los miembros de la misma. Que desde el punto de vista musical era corto de recursos y, por tanto, incapaz de desarrollar extensamente una idea musical siempre fue obvio, pero, por el contrario, en 1933 ya se sabía que ningún otro compositor, clásico o del tipo que fuese, podía vencerle en los tres minutos que duraba un disco de 78 revoluciones por minuto. Un crítico de jazz y de música clásica le llamó «el principal miniaturista del arte».4 Los comentarios de Collier sobre determinadas composiciones y fases de la obra de Ellington son, como de costumbre, propios de un entendido, perceptivos e iluminadores, pero su juicio general difícilmente podía diferir de lo que cabe considerar el consenso general.
Sólo por medio del jazz podía un hombre
con las obvias limitaciones de Ellington hacer una aportación significativa a
la música del siglo xx. Sólo un estadounidense negro, y probablemente un
estadounidense negro de clase media de la generación de Ellington, habría
pretendido hacerlo como director de orquesta. Sólo una persona con el carácter
raro de Ellington habría llegado a alcanzar este resultado. El mérito del libro
de Collier radica en demostrar lo que la música debe al hombre, pero su novedad
está en ver al hombre como fruto de su entorno social y musical.
Las rarezas dCte personalidad de
Ellington se han descrito a menudo, con mayor o menor indulgencia. Se
consideraba a sí mismo, con convicción total y nada forzada, «singularmente
dotado por Dios, singularmente guiado en la vida por alguna luz misteriosa,
dirigido por i ó divino a tomar ciertas decisiones en ciertos momentos de su
vida» y, por tanto, con derecho al poder total. El crítico Alexander Coleman
intentó resumir los pensamientos íntimos de Ellington de la siguiente manera:
«Tengo que poder dar y quitar. Domino el mundo porque siempre tengo buena
suerte, soy incomparablemente cuidadoso, el zorro más astuto entre todos los
zorros de este mundo».
Así es en esencia como también Collier
interpreta al hombre, aunque el libro podría insistir más en los imperativos de
la supervivencia y el éxito en la calle que el Duke —el apodo se lo pusieron en
sus primeros años— adquirió cuando era un negro joven y desenvuelto que ansiaba
triunfar: la tortuosidad, la negativa a revelar nada sobre sí mismo, las
estrategias dirigidas a adquirir poder como son la manipulación, la insistencia
en «imponer respeto», igual que un padrino de la mafia. En este sentido, lo que
recuerda Mercer Ellington de la vida con su padre puede ser un útil complemento
del libro de Collier.
En resumen, Ellington, como él mismo reconocía,6 fue un niño mimado que logró conservar durante toda su vida parte de la sensación de omnipotencia de sus años infantiles. En Washington, su padre progresó con esfuerzo de cochero a mayordomo del doctor M. F. Cuthburt, que, según Collins, «era médico de la buena sociedad y atendía a Morgenthaus y Du Ponts». De su familia y del grupo relativamente numeroso de negros protegidos por la política o con educación universitaria a los que conoció en el entorno de sus padres en Washington, adquirió el respeto a sí mismo, la confianza en la propia capacidad, un intenso orgullo de su raza y un sentimiento de superioridad dentro de ella. Una vez dijo: «No sé cuántas castas de negros había en la ciudad en aquel tiempo, pero sí sé que si decidías mezclarte de forma despreocupada con otra te decían que sencillamente esto no se hacía». Prefirió no tener una orquesta racíalmente mixta incluso cuando esto fue posible. El carisma que le rodeaba procedía en gran parte del consiguiente, y muy conspicuo, talante de grand seigneur que esperaba que le tratasen con deferencia, y esa impresión se veía reforzada por el encanto, la elegancia y un magnetismo indefinible.
Sin embargo, el niño mimado fue un
fracasado holgazán e ignorante en la escuela, empeñado en pasárselo bien, que
nunca adquirió el don de aprender, de trabajar de firme o de autodisciplinarse,
pese a lo cual nunca perdió el sentido de su propia categoría ni su ambición.
La música, que, según parece, al principio era para él sólo una forma de
diversión, se convirtió en una manera obvia, además de fácil, de ganarse la vida,
dada la enorme demanda de la época del jazz y la posición de los negros en las
orquestas de baile, que seguía siendo fuerte a pesar de la entrada de blancos
en ellas. Si los negros educados y formados en la universidad se abrían camino
como músicos —y a menudo llegaban a ser directores de orquesta o arreglistas,
como Fletcher Henderson y Don Redman—, era aún más natural que lo mismo hiciera
un tarambana de clase media sin cualificaciones, en especial uno que se había
visto obligado a casarse poco antes. En los primeros años veinte se ganaba
mucho dinero con la música, probablemente de manera más fácil que con el arte
publicitario, para el cual parece que el joven Ellington había mostrado cierta
aptitud.
Ellington tuvo la suerte de entrar en el
jazz en el momento en que esta música se estaba descubriendo a sí misma, y él
pudo descubrirse a sí mismo a medida que fue afianzándose dentro de ella. No
hay ningún indicio de que sintiera un deseo especial de componer, hasta que se
asoció con Irving Mills, que era editor de música y conocía los beneficios
económicos que producían las canciones en el mundo del espectáculo. Nada indica
que Ellington quisiera ser algo más que un director de orquesta con mucho
éxito.
Su orquesta cambió la tosca música sincopada que tocaba un ejército de anodinos grupos jóvenes por el jazz hot a mediados del decenio de 1920, porque esta era la tendencia general. A decir verdad, bien puede ser que el típico estilo Ellington naciera por motivos comerciales mediante la llamada «música de la jungla» que respondía a las expectativas de la clientela del Cotton Club. Ellington dijo: «Durante un período en el Cotton Club se prestó mucha atención a los números en un marco africano y para acompañarlos creamos un jazz que se denominó “de estilo jungla”».* Su ventaja era que permitía construir sobre el talento de algunos miembros valiosos de la orquesta y daba a la orquesta un «sonido», un sello característico que se reconocía inmediatamente.
* Estilo orquestal que se caracteriza por los sonidos de los instrumentos de metal con ayuda de sordinas, en particular la del tipo denominado «ua-ua». (N. del t.)
Collier también argumenta que el tamaño y
la instrumentación de la orquesta crecieron porque los competidores de
Ellington tenían más instrumentos de metal que él. Los modelos para la gran
orquesta eran blancos. La música arreglada que utilizaban se construía
alrededor de lo que Collier llama «un coro de saxofones», una sección
coordinada de instrumentos de lengüeta cuyos precursores fueron Art Hickman y
Ferde Grofé alrededor de 1914 y que Grofé y Paul Whiteman, «El Rey del Jazz»,
desarrollaron en los años veinte. Fletcher Henderson y Don Redman crearon una
versión negra por medio de una compleja interacción entre los solistas y las
secciones de la orquesta.
Así pues, Ellington se convirtió en
compositor porque el futuro de las orquestas de éxito en los años veinte no
estaba en los pequeños grupos que tocaban de forma despreocupada, sino en
orquestas con más músicos que tocaban música arreglada. No se encontraba en
condiciones de imitar a Henderson, al que admiraba y de quien, según Collier,
tomó el «sistema de puntuar, responder, apoyarlo todo con algo», porque era
incapaz de escribir música compleja y sus músicos no sabían leer orquestaciones
complejas. En cambio, la combinación de ritmos jazzísticos con recursos
armónicos tomados de la música clásica, o parecidos a los de ésta, cuyo precursor
había sido Whiteman, era más fácil de seguir y resultó natural para un hombre
que vivía y respiraba la atmósfera del mundo del espectáculo de Nueva York y a
quien, a decir verdad, no le gustaba mucho que le llamasen músico de jazz. Como
acertadamente señala Collier, el verdadero triunfo del «jazz sinfónico» no es
la Rhapsody in Blue de Gershwin (que la compuso por encargo de Whiteman), sino
la música orquestal de Duke Ellington.
Una vez Ellington se encontró convertido
en responsable del repertorio de su propia orquesta, se vio obligado a
descubrirse a sí mismo como músico. Collier describe bien su método personal de
crear composiciones:
Empezaba trayendo al estudio de grabación o a la sala de ensayo algunas ideas musicales: fragmentos de melodías, armonías y secuencias de acordes normalmente vestidos con el sonido de determinados instrumentistas de la orquesta. En seguida se sentaba al piano y bosquejaba rápidamente una sección, cuatro, ocho, dieciséis compases. La orquesta la tocaba; Duke la repetía; la orquesta la tocaba otra vez hasta que todos la cogían. Años después, el pianista Jimmy Jones dijo: «Lo que hace es como una reacción en cadena. Aquí hay una sección, ahí hay una sección y ahí hay otra y, entre ellas, empieza a poner los eslabones que las conectan ... lo asombroso de Ellington es que pueda pensar tan deprisa mientras trabaja y crear tan rápidamente». Los miembros de la orquesta hacían sugerencias sobre la marcha ... A medida que una pieza iba cobrando forma con frecuencia les tocaba a los músicos de las secciones resolver las armonías, normalmente a partir de acordes que Duke les proporcionaba. Cuando el trombonista Lawrence Brown entró en la orquesta ... para hacer de tercer trombón, se esperaba de él que inventase para sí mismo una tercera parte de todo. «Tuve que componer mis propias partes ... ibas tocando y cuando notabas que faltaba algo sabías que allí estaba tu lugar.»
Es obvio que Ellington aportó a ese modo
de hacer música algo más que su habitual resistencia a planificar y preparar.
Aportó una fascinación natural y creciente por la mezcla de distintos sonidos y
timbres, una afición cada vez mayor a empujar la armonía hasta el borde de la
disonancia, una tendencia a saltarse las reglas y mucha confianza en sus
heterodoxias si a él le «sonaban bien». También aportó un sentido tonal que suele
compararse —como lo compara asimismo Collier— con los colores de un pintor pero
que es mejor considerar una sensibilidad para los efectos del mundo del
espectáculo. Parece que Ellington, compositor impertérrito de música de
programa, no pensaba en los colores, que apenas aparecen en los títulos de sus
discos (exceptuando los no pictóricos «negro» y «azul»), sino que se inspiraba
en «una experiencia sensorial, un recuerdo físico», como en «Harlem Airs- haft»
o «Daybreak Express»; un estado anímico, como en «Mood Indigo» o «Solitude»; o
en historias sentimentales, como las que prefieren los coreógrafos
tradicionales, como en «Black and Tan Fantasy» o en muchas de sus piezas de
mayor duración.
Nada de esto hubiera significado mucho excepto en y por medio de un grupo de músicos creativos con personalidades independientes y voces identificables: en resumen, excepto en el jazz. Es indiscutible que cada pieza de música de Ellington era o es inconfundiblemente suya, fueran cuales fueren los músicos que en aquel momento formaban su orquesta. De hecho, consiguió los mismos efectos, u otros análogos, por medio de combinaciones muy diferentes de intérpretes, aun cuando la orquesta se beneficiara de la larga presencia en ella de voces ellingtonianas depuradisísimas: Cootie Williams, Johnny Hodges, Joe Nanton, Bamey Bigard, Harry Camey. (Pero estos músicos crearon su estilo debido a lo que Duke oyó en ellos.) Además, es innegable que el impresionismo que recordaba la música de Debussy a los oyentes con educación clásica y la forma siempre brillante de las piezas de tres minutos que grabó la orquesta —si la pieza sobrepasaba los tres minutos, tendía a flaquear o a desmoronarse— son sólo de Ellington.
Sin embargo, su música es importante,
sobre todo, por la forma en que se hacía. Duke, el taimado manipulador, sabía
que cada uno de los músicos de la orquesta tenía que hacer que la música fuera
suya. A veces ocurría así porque Duke no le daba instrucciones y el músico
descubría por sí mismo lo que Ellington había querido que descubriese: del
mismo modo que hizo que Cootie Williams se viera a sí mismo como sucesor del
trompeta Bubber Mi- ley. O porque los insultos deliberados de Duke le azuzaban
a demostrar lo que realmente era capaz de hacer. Había orden detrás de la
indisciplina aparentemente caótica de la orquesta.
Por el contrario, Ellington se nutría de
sus músicos, no sólo porque se inspiraba en sus ideas y melodías, sino también porque
sus voces eran el origen de la suya. Por supuesto, haber nacido en aquel tiempo
fue una suerte. Como carecían en gran parte de formación musical, además de ser
muy competitivos, los intérpretes creaban voces individuales que permitían
hacer combinaciones interesantes y originales en grado sumo. Collier y
prácticamente todo el mundo están de acuerdo en que al descubrirse una de tales
voces, la de Bubber Miley, empezó la transformación de la orquesta de
Ellington, y permitió a éste formar aquellas relaciones de inagotable variedad
entre lo áspero y lo suave, lo crudo y lo cocido, que se cuentan entre sus
características. Fue una suerte que tantos maestros del nuevo jazz hot procedieran
de Nueva Orleans: el propio Sidney Bechet formó parte de la orquesta durante un
breve período antes de que se convirtiera oficialmente en la orquesta de
Ellington. Es casi seguro que fue así como Ellington adquirió el gusto por la
suavidad y la sinuosidad en los instrumentos de lengüeta, los sonidos del
saxofonista Johnny Hodges y del clarinetista Bamey Bigard.
Pero lo que demuestra de modo más convincente que Ellington dependía de sus músicos es el hecho de que mantuvo la orquesta hasta el final de su vida, aunque le hiciera perder dinero. No está claro si con una mejor gestión hubiera podido sostenerse, pero no cabe duda de que Duke invirtió sus propios derechos de autor en el mantenimiento de la orquesta. Era su voz. Ellington no mostró ningún interés por hacer ni conservar partituras de sus obras, no porque no tuviera en la mente el sonido y la forma de las mismas, sino porque sus números no significaban nada para él excepto cuando se tocaban, y, como en todo el jazz, variaban con los intérpretes, el momento y el estado de ánimo. No podía existir una versión definitiva, sólo una versión preferida pero provisional. Constant Lambert, uno de los primeros admiradores clásicos, se equivocó al decir que para Ellington el disco era el equi-" valente de la partitura del compositor de música seria.
Es evidente que las obras creadas de esta
manera no encajan en la categoría convencional del «artista» como creador
individual y único, pero, por supuesto, esta pauta convencional nunca ha sido
aplicable a las formas de creación necesariamenete colectivas que llenan
nuestros escenarios y pantallas y son más características de las artes del
siglo xx que el individuo que crea en su estudio o sentado ante su escritorio.
En principio, el problema de situar a Ellington como «artista» no es diferente
del de calificar a los grandes coreógrafos, directores u otros artistas que
imprimen su carácter como individuos en los productos de un grupo. Es
sencillamente bastante raro en el campo de la composición musical.
Pero no cabe duda de que esto plantea
interrogantes serios sobre la definición o calificación que se acepta para el
arte y la creación artística. Es patente que el término «compositor» sienta tan
mal a Ellington como el término «autor» a los directores de Hollywood a quienes
se lo aplicaron los críticos franceses inducidos por su afición nacional al
reduccionismo burgués y cartesiano. Pero Ellington produjo obras colectivas de
arte serio que eran también suyas, del mismo modo que pueden producirlas los
directores de cine y de escena, y, a diferencia de los megalómanos, sabía que
estaba embarcado en una creación auténticamente colectiva.
Collier formula esas preguntas, pero se
desvía del asunto principal porque está convencido de que Ellington permitía
que su talento se apartara de lo que hacía mejor para «crear música que imitaba
los modelos del pasado, que en muchos casos no comprendía realmente», y que no
era muy buena. Menos seguro es que eso le «impidiera perfeccionar la forma con
que se sentía a gusto». Después de todo, según calcula Collier en el libro,
produjo más de 120 horas de jazz grabado, lo cual es bastante para la mayoría
de los compositores, y siguió perfeccionando e innovando hasta el final de su
vida. Si después de cumplir cincuenta años produjo menos obras maestras, la
culpa fue menos de la atracción del Camegie Hall que de los problemas
comerciales que abrumaban a su instrumento, la gran orquesta.
De todos modos, Ellington seguirá viviendo gracias a la música como el tema titulado «Ko-Ko» y no gracias a composiciones como la «Liberian Suite». Pero es indudable que Collier se equivoca al comparar el jazz, como una especie de Gebrauchsmusik «para acompañar el baile, para respaldar a cantantes o bailarines, o para excitar y entretener al público», con el «arte como práctica especial con sus propios principios existentes en abstracto, al margen del público», y no «creado a partir de un deseo de actuar de forma directa e inmediata sobre los sentimientos verdaderos de las personas». Sea cual sea la relación entre las artes convencionales y el público, que sin duda ha sido difícil para los artistas de vanguardia desde comienzos del presente siglo, eso simplifica demasiado la relación de los músicos de jazz con su público, aunque dejemos a un lado a los músicos que, desde el nacimiento del be-bop, han retado al público a seguirles.
Porque, si bien es muy cierto que lo
mejor de la obra de Ellington es lo que creó para cabarets y salones de baile,
para lo que la quería la mayor parte del público la música mala hubiera ido
igual de bien o mejor; y, de hecho, al mismo público le parecían bien orquestas
de tercera. Al igual que muchas organizaciones jazzísticas de su generación, la
orquesta de Ellington se ganaba la vida tocando en bailes, pero no tocaba para
los que bailaban. Los músicos de la orquesta tocaban unos para otros. Sin duda
su público ideal aceptaba su tipo de música y se entusiasmaba con ella, pero,
sobre todo, no estorbaba.
Quien esto escribe, a los dieciséis años
se enamoró para siempre de la orquesta de Ellington en su mejor época, al oírla
tocar en lo que se llamaba un «baile-desayuno» en un salón de baile de las
afueras de Londres ante un público atónito que no contaba para nada, salvo como
una masa oscilante de gente bailando que era lo que la orquesta estaba
acostumbrada a ver ante ella. Los que nunca han oído a Ellington tocando música
para bailar o, mejor aún, en un comedor lleno de noctámbulos elegantes, donde
el verdadero aplauso consistía en el cese de las conversaciones alrededor dé
las mesas, no pueden saber cómo era realmente la mejor orquesta de la historia
del jazz cuando tocaba a gusto en su propio ambiente.
En cambio, la gente que esperaba que
Ellington «actuase de forma directa e inmediata sobre los sentimientos
verdaderos» sí era un estorbo. En los últimos años de Ellington las giras de
conciertos eran las únicas oportunidades de oírle en vivo que tenía la mayor
parte del público estadounidense y la totalidad del extranjero. La orquesta
raramente daba lo mejor de sí en las salas sumidas en el silencio o rebosantes
de aplausos donde los aficionados esperaban la revelación. El Ellington que
afloraba a la superficie en estas salas era el que sabía que bastaban unos
cuantos «bocinazos» (la mayoría de ellos a cargo del saxo tenor Paul Gonsalves)
para provocar una tempestad de aplausos.
Tampoco es suficiente decir, como dice
Collier: «Cuando el jazz se confunde con el arte la pasión se esfuma y su lugar
lo ocupa la pretensión». El jazz no es importante por ser apasionado y carecer
de pretensiones. Lo mismo puede decirse de la mayor parte de la narrativa
romántica. Tampoco es importante porque, a diferencia del arte que no gusta a
Collier, «interese a millones de personas». Es y ha sido siempre un arte
minoritario, incluso comparado con la música clásica y la literatura seria, y
no digamos el público real que se cuenta por millones. Desde luego, no es un
arte de masas en Estados Unidos, donde los clubes de jazz de Nueva York (al
igual que los empresarios teatrales británicos) cuentan con los turistas además
de los aficionados al jazz de la ciudad.
En mayor medida que cualquier otro,
Ellington representaba esta capacidad que tiene el jazz de hacer que personas
sin interés por la «cultura», personas con sus pasiones, ambiciones e
intereses, y con su propia manera de satisfacerlos, se conviertan en creadores
de un arte serio y, a pequeña escala, grande. Lo demostró por medio de su
propia transformación en compositor y también por medio de las obras de arte
integradas que creó con su orquesta, una orquesta que contenía menos artistas
individuales de absoluta brillantez que otras —hasta finales de los años
treinta quizá uno solo, Hod- ges—, pero en la cual la actuación individual
extraordinaria era el fundamento de los logros colectivos. No hay ninguna otra
corriente de creación musical por parte de una colectividad que pueda
compararse con ella. Desde luego, Ellington y sus músicos actuaban de forma
directa e inmediata sobre los sentimientos de los oyentes, pero esto en sí no
explica por qué, como señala Collier, su música era mucho más compleja que la
de otros grupos de jazz. Resumiendo, a veces el autor cae en la tentación de
formular una teoría populista de las artes, según la cual el artista no sólo
«se congratula de coincidir con el lector común» (como dice el doctor Johnson),
sino que toma como guía las preferencias de dicho lector. Que la teoría es poco
apropiada lo demuestra, entre otros ejemplos, la comparación entre las fases
estadounidense y alemana de las carreras de George Grosz y de Kurt Weill.
Sin embargo, Collier tiene mucha razón al
creer que los grandes logros del jazz, de los cuales la música de Ellington es
en cierto sentido el más impresionante, crecieron en un terreno muy distinto
del que produjo el gran arte. Era una música de artistas profesionales del
mundo del espectáculo con expectativas modestas, hecha en el mundillo de los
noctámbulos con raíces populares. No se pretendía que fuera «arte» como la
música de cámara; no se benefició de que lo trataran como «arte» y tendía a
perderse igual que las grandes artes cuando sus cultivadores se transformaban
en otra vanguardia. Hizo su principal aportación a la música en un marco social
que ya no existe. Es difícil imaginar que uno de los grandes músicos del futuro
pueda decir, como uno de los principales solistas de Ellington: «Lo único que quería era ser un macarra próspero, y luego descubrí que podía abrirme camino con
el instrumento».
El jazz de hoy, interpretado en gran parte por músicos educados, a menudo con formación clásica, esencialmente para ser escuchado, creado por una generación cuyos vínculos con el blues en gran parte han tenido como mediadores el rock y un gospel musicalmente empobrecido, tendrá que buscar otra manera, si puede, de dejar una huella tan grande como la que dejó el jazz que hacían los que crecieron en la primera mitad de este siglo. Pero todos sus intérpretes, sin excepción, continuarán escuchando los discos de Duke Ellington, sobre el cual Collier ha escrito el mejor libro que tenemos: sobrio, lúcido, perspicaz en lo que se refiere al hombre, buena crítica y buena historia.