Paul frotó la lámpara mágica
De fiesta: en su segunda noche, McCartney
conquistó a más de 60.000 espectadores, una de las mayores concurrencias a un
concierto de rock.
A ver chicas, afinemos las cejas hasta
dejarlas apenas perceptibles, transpiremos la camiseta con las caras de los
cuatro grandes de Liverpool y demos una vuelta por los dorados sesenta y los
combativos setenta. Los pantalones oxfórd y las plataformas de corcho (tan de
moda estos días) ayudan. Y si además, desde el escenario Nito Mestre rinde el
homenaje de ‘‘Canción para mi muerte” y "Rasguña las piedras”, el boleto
para el túnel del tiempo ya está en nuestros bolsillos. Acomodemos el
esqueleto en la butaca, entonces, y disfrutemos del paseó.
La leyenda que palpita
El aparece de manera tan natural bajo
las luces que uno casi se olvida de quién es, o mejor dicho, de que es Paúl
McCartney sonríe con su melena de eterno adolescente y en seguida arremete con
“Drive my car”, un anticipo de lo que será una verdadera noche de “fiesta en
Buenos, Aires”, según palabra de beátle. El público llegó hasta allí ' para
escuchar “aquella vieja página” y Paul los va a complacer. A eso vino, después
de todo, más allá de la cruzada en favor de los derechos animales y de la
ecología.
Afortunadamente,
McCartney no exacerba el culto de por sí desbordado a su propia figura. No
permanece estático para prolongar el aplauso o estirar las ovaciones: claro
que no necesita hacerlo, pero lo importante es que, de hecho, no lo hace. Si en
algún momento asoma algún gesto levemente demagógico -como aparecer para el
primer bis enarbolando la bandera azul y blanca que el público recibe con el grito de
“¡Argentina!”-, la nobleza de lo que Paul entrega sobre tablas puede más.
Con una voz magnífica
que respondió de maravillas a las exigencias del repertorio beatle y ese excelente humor de bufón inefable, el muchachote inglés
rasgó guitarra eléctrica y acústica, sacudió batería y aporreó el piano, en un
mágico y misterioso toúr por los últimos treinta años, de su música, con la
banda y en solitario. Más de un lagrimón se piantó entre la multitud con la
bellísima “Yesterday" y con “Let it be”, ese himno que cuatro generaciones
hicieron suyo. Y ya en el final de los bises alrededor de 60.000 almas
siguieron coreando a capella el estribillo dé “Hey Jude” después de que Paul
regalara una versión memorable.
Si algún detalle se puede objetar en una
puesta en escena impecable, fue el funcionamiento de las pantallas a los costados
del escenario, al menos durante la segunda noche. Sólo al promediar el recital se pudo ver a Paul proyectado a
diestra y siniestra hasta ese momento hubo que conformarse con imaginarlo
desde lejos o echar maño a prismáticos propios y ajenos. De todas formas, el
acento nunca estuvo puesto en el despliegue tecnológico sino en la fuerza de la emoción, en los duendes que escapaban de sus guitarras. Paul, casi sin
quererlo, se había transformado en una suerte de Aladino y. cada vez que
frotaba la eterna lámpara dé Los Beatles, algún genio de belleza alucinógena
se liberaba para devorar adoradores.
“¿Quieren rock’n roll?”
McCartney habló algo de castellano y
bastante en inglés, y sin esperar respuesta se largó con un frenético
“I saw her standing there" que estremeció a todo River. Atrás habían
quedado la ' psicodelía de "Sgt. Pépper’s Lonely Heart’s Culb Band”, los acordes de "We can work
it out” y toda la ternura para Lynda en “My.Love”. Hasta
se dio el lujo -por estas cosas de ser un procer del rock- de cantar el primer
tema que compuso, cuando apenas tenía catorce años. Finalmente, los últimos
coros de “Hey Jude” - canción que, según John, Paul habría escrito para Julián
Lennon- pusieron a la banda en fuga. La noche estaba hecha. El matrimonio
McCartney podía ir a disfrutar de su cena vegetariana y de su casa en las
afueras; Buenos Aires y sus corazones soltarios o no quedarían marcados a fuego.
Lunes 13 de diciembre de 1993
Verónica Chiaravalli