En Bajo el cielo protector,
film de Bernardo Bertolucci parido literariamente por Paul Bowles, un personaje
distinguía la naturaleza superficial del turista de la concentrada experiencia
interior del viajero. Al primero le está reservada la banalidad del encuentro
fugaz, el hechizo pasajero (tan poco verdadero, apenas una imagen espectral y
pagana) de la cámara polaroid; al viajero lo espera el encuentro consigo mismo,
una ceremonia riesgosa que aman los borders, algo mística y nunca complaciente,
A estos viajeros,
amantes de la imprudencia y del vértigo, pertenece Pedro Aznar. Ha trotado
mundos con su, música a cuestas y en su libro de poemas Pruebas de fuego,
diario de bitácora cargado de gozosa perplejidad, abundan las huellas de
i" ato peregrinaje. Dos de esos retratos hechos con alegre liviandad los
encontrará el lector en este ejemplar.
Ese mismo andar
vagabundo viene guiando los pasos de Aznar desde sus días en Madre Atómica.
Días de búsqueda frenética, los oídos bien abiertos, el corazón salvajemente
entregado a los sacudones de una íntima experiencia musical: Pescado Rabioso,
Debussy, Piazzolla, Miles Davis" y todos los demás. Música a secas, con
alas de libertad.
Todas esas voces se
reúnen, en su música, de algún modo. Aparecen en el nostálgico acento fanguero,
en la vitalidad proveniente del jazz o en el complejo entramado armónico que
alguna deuda mantiene con la música contemporánea. Pasajes pop, energía
rockera, una sección rítmid-, que evoca el sonido Motown. El viaje de Pedro
Aznar el musical, en este caso_ tiene el placer infinito de una búsqueda
constante y, como lo enseñan los pensadores de Oriente, viene a decirnos que a
veces emprender ese camino incierto es más sustancial que llegar a destino.
Quién sabe.
La búsqueda no es
azarosa, cuidado. Aznar fue • recogiendo resultados que entregó a su público
bajo ' formas distintas: primero cómo parte de Serú Girán, después en su andar
junto a Pat Metheny, luego como compositor de música de películas o como artífice
de su obra solista, ésta que acaba de presentar en el Maxi y que volverá a
Uevarlo a ese escenario el próximo fin de semana y jaso otro más.
Tiene la sinceridad
clavada en los ojos, la sonrisa luminosa, sin trampas. No le teme al abismo,
pero desecha las transgresiones vacías, al menos en el terreno musical.
"En todo caso me interesa una actitud transgresora, cuando está respaldada
por un criterio estético; Johnny Rotten, John Lennon o David Bowie fueron
transgresores de las convenciones sociales que tuvieron el soporte de la
técnica: eran músicos en serio a la hora de subir a un escenario", dice
sin ánimo de pontificar. No le caben esos hábitos.
El muchacho vive en
Belgrano desde hace años, aunque trajine el mundo entero cada tanto y aprovecha
esas cíclicas huidas para pertrecharse con armamento musical de última
generación. Sin excesos, por favor. Las máquinas son apenas herramientas,
aclara.
A la severidad de ese
armamento prefiere la libertad del compositor, su inspiración impredecible, sus
juegos. Vivir sin ataduras, dice con una sensatez que nunca ' aburre. Y recuerda
sus viajes: Estambul, Grecia, Andalucía; repasa las viejas Fotos de Tokyo que alguna vez terminaron ’siendo impresiones
musicales. Se refugia en su casa y con la misma perplejidad del comienzo
emprende vuelo otra vez, sorprendido como un chico, hacia ese universo interior
que aún no ha terminado de investigar. Buen viaje.